Mi época de acné comenzó a los nueve años y no terminó hasta cerca de los 40. Incluyó mi pubertad, adolescencia, juventud y parte de mi vida adulta. 30 años son, sin duda, demasiado tiempo. Eso de que mejora con la edad es falso y no, no es un signo de que aún se es muy joven. Los intermedios libres no los disfruté hasta que empecé en la universidad y se los debí al ginecólogo, gracias a los anticonceptivos que me recetó para mis desarreglos y que eran el principal motivo del problema. Cuando me hacía ilusiones de curación, era suspenderlos y recaer. Por supuesto no me resigné y probé todo tipo de remedios. Cuando en el examen de dermatología de la facultad cayó el tema del acné me explayé a mis anchas y rellené nada menos que 5 folios. El problema es que sólo disponía de 15 minutos y no se puede decir que mi letra quedase de caligrafía. No, no me pusieron un 10, sólo un 8, y aún no sé por qué. No sé si entendieron todo lo que escribí porque no creo que se me olvidase nada.
Empecé el tratamiento con lo más básico, cremas con queratolíticos que, de entrada, secan algo los forúnculos pero que sobre todo descaman la piel y enrojecen la cara. En un par de semanas no sirven de nada. Los tónicos con alcohol funcionan al principio hasta que provocan un efecto rebote indeseado. Ese mismo efecto también lo producía la exposición al sol, además de las quemaduras, pero en el moreno posterior destacaban menos los dichosos granos que sobre mi palidez habitual, lo que era un consuelo. Pasé unos veranos entregada al sol, por aquel entonces no tenía demasiada conciencia de los peligros que esa práctica entrañaba. Entre medias comprobé que las mascarillas de arcilla, blanca, verde o del color que fuese, sólo servían para hacer máscaras. Cierto que mientras el barro cubría los granos era imposible verlos y una se sentía tentada a salir así a la calle porque ya estaba tan harta que prefería un cutis de escayola a la maldición del propio. Menos drástico era el uso de polvos sueltos a los que recurría ocasionalmente, aunque para eso tuve que esperar a cumplir unos años. Nadie nace sabiendo y la cosmética no es una excepción, por eso, en ocasiones, la capa de arcilla habría sido más discreta que el maquillaje de "carnaval".
Leía, oía y experimentaba. Así descubrí que la pasta de dientes quema la piel sana sin apenas hacerle daño a la espinilla en cuestión. Otro método descartado. El agua de Carabaña, por vía externa porque eso no hay quien se lo beba, ayuda un poco pero sólo en las fases más leves. Un dermatólogo me mandó una fórmula magistral que no era más que un mejunje que olía fatal. Los antibióticos tópicos son inútiles y los orales van bien aunque la flora intestinal acaba hecha cisco y las diarreas obligan a suspenderlo. Para las lesiones inflamadas y dolorosas lo más eficaz es pegar encima un trozo de aspirina con la ayuda de unas gotas de agua.
Finalmente un compañero dermatólogo se compadeció de mí y me recetó la Isotretinoina. Fue mano de santo y no sufrí ninguno de esos efectos secundarios que les afectan a otros: sequedad, descamación, eritema, etc. Seguramente es porque ya había padecido lo suficiente. La opinión del derma era más científica y se debía a que me mantenía bien hidratada porque me hinchaba a beber agua.
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