Uno de los rasgos más llamativos del carácter de la tita Pili era que siempre se desvivía por hacer algo por los demás. Por supuesto había quien abusaba de su buena fe pero no por eso perdía ni un ápice de su optimismo. Era una soñadora romántica y muy emprendedora, no quería dejar de hacer y de aprender aquello por lo que se apasionaba y siempre ponía en ello todo su entusiasmo (tanto que a su lado el mío resulta ridículo).
Preocupada por ayudarme con mi problema de acné me tomó bajo su ala. Hacía poco se había sacado el título de esteticista y masajista, e investigaba y estudiaba todo lo que se le ponía por delante relacionado con ese tema. Con la impaciencia familiar le faltaba tiempo para llevarlo a la práctica. Controlar mis granos requería toda su sabiduría, eran todo un reto, y para mí otro, aunque de diferente índole.
Aún me faltaban varios años para tener edad de conducir y un autobús se encargaba de llevarme de mi casa a la suya, lo de los padres chóferes no se estilaba entonces, o al menos yo no lo conocí. En el trayecto me daba tiempo a estudiar porque, aunque la distancia en el mapa no fuera muy larga, la ruta escogida por la EMT callejeaba y rodeaba los distintos barrios de la zona norte de Madrid. Lo cogía en la primera parada y me bajaba en la última. No me desesperaba, ¿para qué? Además la sesión con mi tía me relajaría.
Empezaba con una loción limpiadora tras la cual me tocaba sudar bajo una toalla con el calor de los vahos para abrirme los poros. Una vez dilatados repetía la limpieza para que la crema penetrase en profundidad. De los puntos a los que la crema no llegaba, se ocupaba ella. A pesar del vapor previo, esa fase era la peor, siempre había algún grano que se resistía a salir. No le servía de nada, ante mi tía tenía la batalla perdida. Eso sí, la lucha de voluntades dolía. Si me quejaba la respuesta era la clásica frase "para presumir hay que sufrir". El caso es que yo sentía que presumía poco y sufría muchísimo.
Luego venía un periodo de descanso embadurnada con una mascarilla refrescante y nutritiva que olía a fresa y me calmaba la piel. La siguiente fase era la mejor: masaje facial shiatsu. Mi tía presionaba y hacía vibrar las puntas de sus dedos en diferentes zonas de mi rostro mientras recorría ambos lados de manera simétrica. No era una sensación simplemente agradable, sino genial y que me compensaba por el gran sufrimiento previo. Me sentía relajada, descansada y renovada. Al final, para hidratar, me untaba una crema de menta para pieles mixtas y grasas que era la que luego usaba de mantenimiento.
Si era un día entre semana, al terminar emprendía el largo regreso a casa. A veces iba los viernes y me quedaba a dormir. Compartía la habitación con mi prima y nos poníamos al día de nuestras vidas de adolescentes, ambas un tanto peculiares, todo sea dicho. Su hermano pequeño, igual de chinche que el mío por aquel entonces, venía cada dos por tres a molestarnos. Supongo que eso de que le robara a su compañera de juegos no le hacía ninguna gracia, aunque habitualmente mi prima le hacía el mismo caso que yo a mi hermano.
Sin duda, con cualquier otro acné menos rebelde semejante dedicación tendría garantizado el éxito. No con el mío. No comprendo por qué mis espinillas me cogieron tanto cariño, si hacía todo lo posible por librarme de ellas. La única explicación que se me ocurre es que, al ser mías, eran más insistentes que la media y no estaban dispuestas a darse por vencidas. No contaban con que yo tampoco.
1 comentario:
Lo de los granos es una pesadilla de adolescencia. Menos mal que al haberte tenido por delante no tuve que esperar tanto para tomar remedios eficaces.
Publicar un comentario