Una de las cosas que más me gusta de las vacaciones al lado del mar es el momento del despertar. Lo primero que siento es la brisa que se cuela por la puerta entreabierta del balcón. La retienen las cortinas, la tela se hincha hasta que no puede más y entonces se abren, liberan la corriente en un soplo y se relajan. Al notarla palpo la cama, busco las sábanas para ceñírmelas alrededor del cuerpo, pero dejo una parte fuera, generalmente un brazo, o una pierna, para sentir el roce fresco del viento sobre la piel y permitirle que arrastre los vestigios de pereza que aún me quedan. El aire huele a sal y al rocío de la hierba del jardín, con un deje de rosas y de jazmín.
Entre las pestañas veo aclararse la luz para dar paso al amanecer. Se apagan las estrellas, la noche se disuelve en la humedad del ambiente, se tiñe en una penumbra de tonos grises, cada vez más pálidos, hasta que los rayos del sol irrumpen y surge el color. De repente dejo de oír el bullicio monótono de los grillos al que ya me había acostumbrado. Aparecen las gaviotas. Salen de sus nidos en las rocas y chillan para avisar a los peces de que ya están despiertas, que tienen hambre y quieren desayunar.
Si salgo a la terraza veo al mar bostezar. Se estira, se repliega, las olas son torpes, se obstruyen unas a otras, chocan, se agolpan y se derrumban sobre la arena que cruje, se queja. La playa cede bajo el peso de la marea, la huella del agua avanza, conquista la orilla despacio, palmo a palmo la inunda hasta hundirla. Las sombras se extienden sobre la playa, largas, estilizadas. El sol las acorta y recorta los contornos de la costa, dibuja juegos de claroscuro sobre las ondas de arena. A esas horas aún conservan el frío de la noche y es un placer caminar sobre ellas, acercarse a la lengua de las olas y remojarse los pies en el vaivén somnoliento del océano.
Cierro los ojos. Suena a amanecer, suena a despertar y a sueños y al rumor del silencio. Los abro. ¿Cuánto falta aún para las vacaciones?
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