El glaciar duerme. Sobre su circo, la nieve se eleva ligeramente con cada respiración, como si la mano del viento deseara acariciarla, sin atreverse a rozarla. Sin embargo el viento está quieto. No sopla, no agita las ramas y las grietas expuestas de las rocas no silban ni se estremecen bajo su aliento helado.
El glaciar duerme y en el silencio se oye el murmullo del aire al moverse. Un aire que no es el viento. Es un suspiro largo y rítmico, con la cadencia de la música de las sombras al deslizarse sobre la nieve, impulsadas por el avance del día y la luz del sol.
La tarde pasa. Tras el crepúsculo cae la noche y surgen las hadas. Aparecen en el momento en el que la luna incide sobre el hielo y lo transforma en un cristal azulado, tan liso como un espejo. Los reflejos de los copos se alzan de nuevo hacia el cielo y suben por la ladera, en una neblina brillante, hacia la cumbre de la montaña. Vuelan hasta las copas de los abetos. Hilan los rayos filtrados entre las ramas, tejen con sus agujas sus túnicas de plata y adornan las telas con destellos de escarcha. Se envuelven en ellas y flotan. Jamás han de posarse en el suelo o el cristal se quebraría y se inquietaría el sueño del dragón del hielo, el que duerme bajo el circo del glaciar.
Si el dragón se despertara, al exhalar el aliento de su primer bostezo, lanzaría junto al sueño todo el fuego acumulado a lo largo de los siglos. El hielo se fundiría, la roca estallaría. Su vigilia convertiría la montaña en un volcán, el río en una colada de lava que, en un instante, arrasaría el valle de prados y árboles. Quedaría sólo un cráter. Humo y polvo cubrirían un desierto de ceniza en un mundo inhabitable, salvo para dragones insomnes. El dragón duerme. Las hadas velan su sueño y la vida en la montaña.
Al derretirse la nieve el glaciar se altera. El cristal se hace tan fino que se resquebraja. Son las hadas las que evitan que llegue a partirse y el sol penetre. Colocan sus mantos de plata sobre las fracturas para repararlas. Las telas resbalan sobre la cola del dragón, abrazan su cuerpo con su frescor, se incrustan sobre sus escamas, refuerzan la armadura que le protege y el dragón se adormece de nuevo. Tras abandonar sus túnicas, las hadas se deslizan por la lengua del glaciar. Las gotas se condensan sobre su piel, las envuelven, las transforman en seres de agua que fluyen entre los rápidos de un arroyo de montaña y giran en la espiral vertiginosa de sus remolinos. Al terminar su trepidante viaje descansan en el lecho del lago. Encienden de nuevo la luz mortecina que yace en el interior del agua, la que se apaga en invierno bajo la superficie helada. En su espejo se refleja el glaciar solitario, bajo el cual duerme el dragón, protegido por sus hadas.
1 comentario:
Muchas gracias por tan refrescante historia. Estos regalos literarios tienen un plus de originalidad y por lo tanto de sorpresa, así que se disfrutan de un modo especial. No sé si es por el paso de los año que modifica el gusto o porque cada vez la lectura me resulta más gratificante, lo cierto es que encontrarme por mi cumple con ese mundo mágico de glaciares, dragones y hadas me ha llevado a descumplir, en el buen sentido de la palabra. Una de las experiencias más interesantes que recuerdo de mi primer viaje por Centroeuropa fue un glacial en los Alpes todo color turquesa. Nunca hubiera imaginado un glacial de ese color y me pareció precioso. Ahora he sabido que era mágico.
Publicar un comentario