Por las noches compruebo que la puerta esté bien cerrada y con la llave echada. En más de una ocasión me he levantado de la cama para cerciorarme de ello. No es una tara exclusivamente mía, sino que tengo a quien parecerme.
En el hogar paterno las llaves se consideraban un objeto casi sagrado. Eran un tesoro que había que tener siempre controlado. No podían dejarse en cualquier sitio y era impensable perderlas, ni siquiera dentro de casa. Mucho menos en el fondo del mar, como en la canción, con la que jamás nos atrevimos a bromear.
Para llegar a ser depositaria de semejante bien había que hacer méritos, muchos méritos, y demostrar, durante un periodo de años, el buen juicio y la seria preocupación por el estado en el que se quedaban las puertas al salir de casa. Mejor padecer un trastorno obsesivo-compulsivo que despistarse en ese detalle. Semejante obsesión dejó a mis padres con mis tíos en el descansillo de la escalera la noche previa a mi comunión. Aprovechando que los niños dormíamos, los mayores salieron a tomar algo. No contaron con que con los nervios me costase conciliar el sueño, a lo que tampoco ayudó el tener que hacerlo sobre los cojines del sofá dispuestos sobre el suelo del despacho de mi padre. Me levanté a medianoche. Al darme cuenta de que la cadena de la puerta no estaba echada, le puse remedio. Luego me acosté y debí caer como un tronco, al igual que mis hermanos y mis primos con los que compartía el despacho. Dormimos todos apiñados, en amor y compaña, en el último cuarto de la casa. Ninguno oímos ni el timbre ni la llamada de auxilio de nuestros respectivos progenitores.
Durante nuestra infancia y adolescencia no teníamos derecho a sacar las llaves de casa (lógicamente dentro de ella no las queríamos para nada, ni siquiera para las clásicas funciones de juguete o de sonajero con el que entretener a hermanita). Carecer de acceso al hogar no implicaba que siempre hubiese alguien en su interior al regresar del colegio. Por desgracia el sereno ya era una profesión extinguida que, aunque nunca conocimos, echamos con frecuencia de menos. Nos tocó esperar, no una, ni dos, sino infinidad de veces en la escalera. Probábamos suerte en casa de nuestra hospitalaria vecina, que nos acogía al menos una vez a la semana.
No empezamos a disfrutar del préstamo del preciado objeto hasta pasar la mayoría de edad (y aún entonces sólo en circunstancias excepcionales). Había que cumplir una serie de condiciones para custodiarlas. Me extraña no haber tenido que firmar un contrato en el momento de su entrega. Ni Boabdil se mostró tan reacio como nuestro padre a separarse de ellas. Supongo que ese era uno de los motivos que nos obligaba a recogernos a las nueve y media, o antes. Calculábamos la vuelta con tiempo de sobra, para no retrasarnos (a partir de los 21 años la hora pasó a las diez, y en verano podía llegar a las once). A esas horas no necesitábamos llaves, siempre había alguien despierto dispuesto a abrirnos la puerta.
Si por algún motivo, justificado, nos las habíamos llevado, lo primero que debíamos hacer al llegar era devolverlas y dar cuenta de su estado y de sus peripecias durante su ausencia. Peor era si no nos las habíamos llevado y no aparecían. Si el catedrático estaba convencido de que las teníamos nosotras, y tristemente padecíamos un brote de amnesia, pasábamos a soportar un interrogatorio digno de un tercer grado. Desenterrar ese gran misterio del subconsciente adquiría prioridad absoluta.
Sé que soy una maniática con lo de echar la llave, pero en defensa de mi cordura alegaré que nunca he revisado todos los juegos de llaves de casa antes de acostarme.
1 comentario:
Hola Sol, me admira la claridad y sencillez con la que relatas hechos cotidianos que ido conformando gran parte de lo que somos, con una narrativa muy amena, interesante y que te atrapa hasta el final. Magnífico, amiga. Saludos, manolo.
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