jueves, 12 de septiembre de 2013

Árboles


I think that I shall never see 
A poem lovely as a tree. 
Joyce Kilmer

Una de las quejas de mi abuela sobre la residencia es que no tiene árboles, y estoy de acuerdo con ella. El patio es una superficie enlosada con unas mesas con sillas de hierro y sombrillas de lona, que bien podrían haberse sustituido por unos hermosos árboles.

Me encantan los árboles. Poseen un algo intangible, mágico. La luz se transforma cuando pasa a través de sus copas. Raíces que se afianzan al suelo hasta formar parte de la tierra, troncos que se elevan y ramas que se abren mientras se acercan al cielo. El filtro de sus hojas la convierte en algo vivo, palpitante y cálido. Su sombra es un refugio, te refresca con su abrazo, y los troncos te invitan a apoyarte en ellos. Son seres preciosos. Mirar un árbol transmite sensaciones de solidez, de firmeza, pero al mismo tiempo de libertad. Nunca hacen ruido sino que sólo susurran.  Es la voz de la naturaleza más dulce, nada más que un murmullo, semejante el del mar que te hace detenerte a escucharles. Su sonido reconforta, calma y consuela.


En ocasiones, las hojas, agitadas por el viento, centellean bajo los reflejos de la luz y el árbol se viste de gala, se recubre de una capa de lentejuelas plateadas. Otras veces, cuando el aire es más intenso, se muestran impacientes por metamorfosearse en mariposas y apenas se contienen para echar a volar hacia el cielo. Estoy convencida de que en las noches más oscuras, las sombras encubren a las hojas que se escapan y se alzan transformadas en alas. ¿No habéis notado que es en esas noches cuando aparecen más estrellas?

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