Nuestra puesta al día no varía demasiado de una semana a la otra Me muestra en su libreta el recuento de prendas desaparecidas en la lavandería y me describe los últimos desaguisados del cocinero. Tras el intercambio de noticias solemos jugar al dominó, a veces solas las dos y otras con mi padre, mi madre o mi padrino. No pasa un sólo sábado sin que algún residente se acerque a la mesa en la que estamos sentadas y muestre interés por nosotras. A todos les parezco "muy jovencita" (lógico, me sacan medio siglo de ventaja). En ocasiones se suman a la partida (y me machacan sin piedad pese a mi "corta edad").
Otros días cambiamos el dominó por la tertulia y la conversación se centra en la vida de estas nuevas conocidas. Socializar es, con diferencia, la actividad principal del lugar y dado que el presente de todas es similar. Tras comentar lo mala que está la comida y descubrir que hay acuerdo en ello, se recurre al pasado. Aprovechan para desahogarse y relatan los peores trances a los que han sobrevivido. Muchas de las historias son sobrecogedores, sucesos de esos que sabes que existen pero que relegas a un rincón de la mente para no pensar en ello. No te planteas que un día conocerás a alguien que haya sufrido una de esas horribles experiencias. El caso que, sin duda, más me ha impresionado es el de una mujer a la que le robaron su hijo en la clínica, nada más nacer. Se lo enseñaron, las monjas se lo llevaron con la excusa de lavarlo y vestirlo, y no volvió a verlo. Ni denuncias, ni detectives ni ninguna de las medidas que tomaron les sirvieron para descubrir ni media pista sobre su paradero. 50 años después es la espina que aún tiene clavada y a mí, en mi impotencia, me dan ganas de rebelarme y machacar a los mafiosos desalmados responsables de aquel miserable crimen.
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