lunes, 31 de marzo de 2014

Cartas de guerra

No hay vencedores ni vencidos. Pasan las horas y, a mediodía, se abre una rendija entre las nubes. El polvo se ha depositado en la tierra, el humo se ha disipado en el viento y la luz borra la sombra. Renace el azul del cielo y el ocre de la tierra parcheada de cuerpos, rocas y hierba.

Lejos, muy lejos, llegan las últimas cartas a su destino. Son cartas de esperanzas truncadas. Frases de vida y de un futuro enterrado en el campo de batalla. Palabras de amor, de añoranza y de consuelo. No mientan el frío, el hambre, la sed ni el miedo. No describen el sonido de las balas al silbar sobre las trincheras, ni el rugido del motor de los aviones en la noche. No quieren recordar la sensación de terror al apretar el gatillo, ni mucho menos saber si sus tiros han alcanzado al enemigo. No desean hablar de una guerra de la que sólo desean el final. Desconocen que para ellos acabará antes que para el resto. La fecha es la del último día de su vida.

Nunca habrá vencedores ni vencidos. La victoria es una mentira. La verdad le pertenece al tiempo. Ese tiempo que convertirá a los muertos en héroes y transformará el dolor en nostalgia. Ese tiempo que aplacará los remordimientos, cuyo juicio justificará errores y que, en su avance, convertirá los conflictos en otras fechas: las cifras de un libro de Historia. Quién sabe si, en algún momento, la Historia, como las víctimas, descansará en paz.

domingo, 30 de marzo de 2014

Salto de manecillas


Un dilema temporal

- ¿Qué hora es?
- No lo sé.
- ¿Son las dos o son las tres?
- Las dos horas a la vez.
- ¿Es posible?
- Ya lo ves.
- ¿Y los minutos de en medio?
- Se le suman a otro mes.
- ¿Viaja el tiempo?
- Nunca para.
- ¿Y si deseara volver?
- Eso no podría ser.
- ¿Acaso no tiene memoria?
- Toda.
- ¿Por qué evita recordar?
- Porque el pasado, pasado está,
lo conoce y no quiere regresar.
- ¿Por eso se va?
- Quizá.
- ¿Huye?
- De uno mismo no es posible escapar.
- ¿Busca algo?
-  Le mueve la curiosidad
por lo que el futuro
deparará.
- ¿Lo descubrirá?
- En su momento.
- ¿Y hasta entonces?
- Todo se andará.

viernes, 28 de marzo de 2014

En su jardín botánico

El jardín botánico de Madrid es un lugar muy especial para amigademadre y la Señora. No se resisten a pasear por los senderos granulosos de tierra que cruje bajo los zapatos, a contemplar la belleza de los arbustos cuajados de flores, a aspirar el olor de las hojas nuevas de los árboles... Lo han convertido en su jardín botánico y toda excusa es buena para disfrutar de ese refugio de su propiedad.

Hace unos días las dos amigas se juntaron con la intención de despedirse en las Cortes de Adolfo Suarez. Al llegar a Banco de España les sorprendió la cola de gente que se encontraron. Cuando les informaron de que la fila llegaba hasta Sol optaron por cambiar de planes. No aguantarían tanto tiempo a pie quieto.

-Seguro que las camelias ya están en flor - afirmó amigademadre.
Para comprobar si era así ambas se encaminaron al jardín botánico. Tenían razón: las camelias estaban en flor, y los rododendros, y el árbol del amor... Se adentraron entre las plantas siguiendo las huellas de la primavera y en cada rincón descubrían algo nuevo y emocionante que las impulsaba a buscar más allá. No fue el cansancio lo que las hizo regresar sino la falta de luz que acompaña a la caída de la noche. Eran sólo las siete y media de la tarde pero encontraron la puerta de forja cerrada a cal y canto. No se veía a nadie. Estaban solas en su jardín.

Estudiaron el terreno. Definitivamente la idea de saltar la verja era descabellada. Entre la cirugía reciente del pie de una y la fractura del mismo más antigua de la otra, semejante intento es fácil que las hubiese sacado de allí, sí, pero en ambulancia y en dirección a un hospital. ¿Y si tenían que montar un campamento? Descubrieron unas lonas que podían protegerlas de la intemperie y en un momento habían dispuesto cual sería el mejor modo de colocarlas para que resultaran cómodas aunque, finalmente, no llegaron a probarlas.

La Señora se acordó de que, recientemente, había visto un reportaje sobre el 16 cumpleaños del 112 en el que revelaban el número de intervenciones de ese servicio durante el 2013, nada menos que 350 millones en los 28 países de la Unión Europea. Con la esperanza de su caso se contase en las estadísticas del 2014, llamaron para exponer su situación y solicitar ser rescatadas. La operadora les puso en contacto con uno de los guardas del Retiro al que relataron su historia. El hombre no pudo evitar reírse durante la exposición de los hechos pero les prometió que las sacaría de allí. Les indicó la zona a la que debían dirigirse y las dos damas le obedecieron sin rechistar. Para amenizar la espera, las llamó mi tío.
- ¿Os pillo en mal momento?
- La verdad es que no - le tranquilizó la Señora. - Nos hemos quedado atrapadas en el jardín botánico y esperamos que llegue el guarda que nos abra.
- ¡Qué casualidad! A mí me acaba de sacar un vecino del ascensor. Al menos vosotras no tendréis riesgo de claustrofobia.
No, la verdad es que desde esa perspectiva había coyunturas mucho peores que la suya. A fin de cuentas, pernoctar en el jardín botánico no sonaba como un mal plan. Un ascensor no poseía el mismo encanto. Al menos ellas sabían escoger el lugar en el que acabar encerradas.

El guarda no tardó en presentarse y en liberarlas de su encierro.
- Suponíamos que avisaban de algún modo antes del cierre - se excusó la Señora.
- Se toca un silbato - les explicó el hombre.
- Estábamos al fondo y no hemos oído nada - aclaró amigademadre.
- Hay que soplar muy fuerte para que se oiga bien. Si no se veía a nadie por los alrededores, es posible que mi compañero no insistiese al asumir que estaba todo vacío.
- No tiene importancia. Muchas gracias por venir a abrirnos.
- No hay de qué.

Desde ese día ambas consideran que su jardín las ha adoptado y que ahora es mucho más suyo. Mi tío se plantea si en el Prado le dejarían hacer lo mismo. Disfrutar a solas de los cuadros, durante una noche entera, se le antoja irresistible.

jueves, 27 de marzo de 2014

El unicornio

He capturado un unicornio de mar. Fue por azar, sucedió en un momento. No quería, al principio ni siquiera lo sabía. Con mi dedo seguía la huella de las líneas de la orilla para reescribirlas. ¿Sería capaz de leerlas y descifrar lo que decían? Estaba tan abstraída en desvelar el misterio que una ola me agarró a traición y, de un revolcón, me lanzó al océano. Era una advertencia: no hay que empeñarse en desenterrar los secretos escondidos.

Las burbujas danzaban a mi alrededor. Una de ellas era extraña, un jirón de espuma blanca envuelto en agua. La cogí con el cuenco de mis manos y me sorprendí al notar el roce de su cuerno contra mi palma. Me fijé y allí estaba, con sus ojos profundos, radiantes de luz dorada. Levanté mis manos para estudiarlo, las acerqué a mi rostro y, en ese gesto, las saqué del océano. El viento enmudeció y el sol se apagó. El mar desapareció, su lecho se secó. Ante mí yacía un desierto infinito de arena gris. No había olas, sino rocas y sombras. Todo era silencio y desolación. Sólo entonces entendí el significado de lo que sostenía.

Me asusté y mi burbuja se derramó. Al chocar contra la arena las gotas se quebraron en añicos. Los jirones de su espuma se irguieron encabritados sobre una ola gigantesca y, tras encender de nuevo el sol con el roce de sus cuernos, galoparon desde la playa hacia el interior del agua.

He suspirado y, al hacerlo, he oído el viento. El mar ha guardado sus secretos. La marea ha borrado sus huellas y los trazos de mis dedos.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Quejas baldías

Hay quien emplea una cantidad ingente de energía en elaborar hipótesis que no llevan a ningún lado. Es curioso que esas conjeturas no suelen tener nunca un punto de vista optimista y mucho menos práctico. Ante una queja conocida y discutida de forma reiterada no se ofrecen soluciones sino que lo que desencadena es una reacción de protestas enfervorizadas que cargan aún más el ambiente de descontento generalizado

En lo que se refiere a las quejas anticipadas, no comprendo el placer que encuentra la gente en sufrir antes de lo necesario. ¿Qué atractivo ofrece el papel de víctima para que haya tantos que lo busquen? Por mí es un rol que puede permanecer perdido. Con mucha frecuencia hay protestas ante la falta de tiempo para terminar un encargo que, paradójicamente, sólo disminuyen el tiempo útil para realizar la tarea en cuestión. ¿No es mejor empezar con buena disposición y seguir en ese plan hasta ver cómo va y cómo acaba todo? En muchos casos el resultado es sorprendente. Cuando va rodado incluso se disfruta de los momentos que sobran. Otras veces las cosas se tuercen y ni con la mejor voluntad se enderezan. Eso sí, con quejas no se arreglan, al contrario, sólo se estropean más. No afectan sólo al trabajo sino al humor. Esto hace que la situación se tense y se convierta incluso en desagradable.

Encenderse al elucubrar, especialmente cuando no va a quedar más remedio que resignarse, es perder el tiempo. Lo único que añade a la situación es un berrinche que no contribuye a mejorarla.

martes, 25 de marzo de 2014

Tardanza

No soporto ir tarde, me pone nerviosa. Al parecer en muchos países del mundo, y no hay que irse muy lejos, soy un caso raro. Allí la costumbre de llegar tarde a todas partes, incluso a la consulta, es casi una regla. No entienden que es una falta de respeto hacia el resto de los citados, a los que no les importa hacer esperar por su culpa, y que un médico no puede ir en hora si sus pacientes no se presentan a su hora.

Igual que no aguanto ir tarde, no me gusta que la gente espere por mí y me esfuerzo por llevar la consulta con puntualidad, aunque eso me suponga abandonar la sesión cuando se prolonga (siempre) y dejar a mis compañeros con la palabra en la boca. Creo que necesitaríamos un moderador para controlar las intervenciones de todos, con frecuencia opinamos varios al mismo tiempo, y su duración. Cuando llega el turno de los enfermos considero que son ellos los que, como médico, tienen prioridad y me voy a la consulta. Mientras haya pacientes no paro ni a respirar, ni siquiera salgo al baño. Es raro que los que ya me conocen se atrevan a retrasarse, saben que se ganarán una reprimenda al respecto. Sin embargo ninguno se queja, la mayoría están encantados con mi política de no hacerles esperar. De hecho suelen acudir antes de su hora, a veces bastante antes, y al coincidir con los citados lo que sucede es que, durante un rato, las bisagras de mi puerta no conocen ni un segundo de descanso. Por lo general son los nuevos los que se retrasan, aunque la mayoría sólo pecan la primera vez. Si son pocos minutos, o muestran educación y se disculpan, todo se queda en un aviso, es mejor dejar las cosas claras desde el principio. Eso sí, deberán esperar a que, antes que a ellos, atienda a los puntuales que sí han demostrado valorar el tiempo de todos como es debido.

Sé cuando mis citados están en el hospital, el ordenador delata su llegada al meter la tarjeta sanitaria en la máquina de boletos. Si alguno no aparece por la consulta, considero que se ha perdido, evento que ocurre a diario, y salgo a buscarlo a las salas de espera de alrededor. A veces no le encuentro ni por esas y, entonces, para su sorpresa, le llamo al móvil. Le explico que soy su doctora, que sé que está en el hospital pero que no responde al llamarle. Los hay que se han equivocado de planta porque se han bajado del ascensor sin fijarse y creen estar en el lugar correcto hasta que les saco de su error. Otros vagan por los pasillos sin rumbo y sin ver los carteles, porque el que no sabe es como el que no ve. Si es su hora y su llegada no está registrada en el ordenador, también salgo a llamarles, por si acaso no se han enterado de cómo funciona el sistema de las dichosas maquinitas. Al no haber nadie que se lo explique, ese es un error habitual. Sin embargo, algunos vienen cuando les parece, hasta más de una hora después, y no se excusan sino que pretenden engañarme e incluso culparme. Afirman algo que sé que es mentira: que estaban en el hospital y llevan una hora esperando, curiosamente la hora que sé que se han retrasado. Los hay que montan una bronca, se agarran al argumento de que otras veces son ellos los que esperan. No les atiendo, tienen razón: serán ellos lo que esperarán, en esta ocasión nada menos que a una nueva cita. Si uno se permite el lujo de llegar cuando le conviene lo que demuestra es falta de interés y, si tan poca relevancia tiene para él, asumo que no le importará aguardar un poco más por algo tan banal.

lunes, 24 de marzo de 2014

UPAD

El otro día me llamó el médico de la Residencia para pedirme un favor. Quería que, cuando fuese a visitar a mi abuela, le echase un vistazo a una de las pacientes ingresadas. Se trataba de un caso evolucionado de demencia y trasladarla al hospital suponía todo un problema. Por supuesto le dije que la vería. No parecía nada grave pero tampoco tenía pinta de resultar fácil de solucionar. Hay patologías banales que son así de rebeldes. De todos modos no quise emitir ningún juicio sin explorarla.

Ese día House me acompañó a la Residencia. A mi abuela se le ilumina la cara cuando le ve y eso que el día que le conoció le faltó poco para desmayarse de la impresión. Fue en una cena de Nochevieja y House, en un comentario espontáneo, soltó una palabra de las que forman parte de su vocabulario habitual, así como del de mucha gente. En nuestra familia hay expresiones prohibidas, que implican un castigo y una amenaza de lavarle a uno la boca con jabón. Mi abuela, que aún no estaba curada de espanto, palideció, aunque no se atrevió a decirle nada. Sin embargo eso no evitó que House se ganase su aprecio, que no es algo que ella otorgue a cualquiera.

La enfermera estaba ocupada y, mientras la esperaba, nos dimos un paseo hasta la sala, con mi abuela apoyada en su andador para demostrarle a House que no estaba dispuesta a quedarse en silla de ruedas. La semana anterior semejante logro habría sido impensable, aunque House también fue conmigo a verla y su visita ejerció su efecto terapéutico. Empleamos el tiempo en jugar al dominó. Tras un par de partidas de calentamiento, la dama entró en racha y nos dio una paliza, en toda regla, a sus dos contrincantes. Según se acercaba la hora de la comida, y del final de la visita, me dirigí a la enfermería. Para ver a la paciente teníamos que entrar en la UPAD (unidad protegida de Alzheimer y otras demencias) que está ubicada en un ala del edificio en la que nunca había estado.

Mi abuela siempre se queja de que en la Residencia no hay suficiente personal. Descubrí que el motivo es que la mayoría se concentra en esa sección (en la que no sobra ninguna mano). Es una zona que provoca cierta congoja, aunque es amplia y muy luminosa y alivia ver que los pobres enfermos están limpios, cuidados, bien atendidos y se les trata con delicadeza y cariño. A pesar de su estado, se les veía felices, aunque eso no evitó que una de las ingresadas quisiera escaparse en cuanto se abrió la puerta. Con tacto, paciencia, y mucho mérito, consiguieron que diera la vuelta.

Enseguida me di cuenta de que el médico tenía razón: mi paciente era de las que estaba peor y trasladarla a era una complicación. Apenas dejaba que te acercases a ella y se protegía si intentabas tocarla. Como tampoco tenía apenas fuerza no me costó demasiado explorarla y comprobar que mi intuición había sido correcta: no era grave pero no tenía buena solución. Improvisé un apaño con los medios con los que contaba y ahora sólo queda esperar y ver si resulta. Si es necesario, el próximo día iré mejor preparada y veré lo que me deja hacer.

jueves, 20 de marzo de 2014

Primavera

Recuerdo la llegada de la primavera del año pasado... ¿Cómo olvidarla? El invierno se prolongó, pretendió pasar desapercibido disfrazado de inestabilidad climática pero su treta no engañó a nadie. Su persistencia se asemejó al retorno a una nueva glaciación. Las flores, incapaces de romper la capa de tierra helada, se congelaban en el interior de sus semillas. Los árboles no osaban revestirse de hojas ante el riesgo de que el frío, la lluvia, la escarcha y el viento se las arrancasen sin miramientos, sin preocuparles el hecho de que ya existiese un otoño encargado de hacerlo en su momento.

A las puertas del verano terminó el más largo de los inviernos, tras robarle el tiempo a su sucesora natural. Sin embargo el mundo la esperaba impaciente y se ofreció a ella con los brazos abiertos. La primavera no defraudó y explotó con ganas de satisfacer a todos sus incondicionales. De un día para otro las flores reventaron a la vez, las copas se irguieron frondosas con las ramas cubiertas de hojas grandes, tersas, de un color verde concentrado y vibrante. No quedó ni un resquicio de madera sin cubrir. Los cambios eran tan rápidos que, en sólo unas horas, el paisaje se había olvidado del mortecino invierno para precipitarse con entusiasmo hacia la nueva estación.

Este año la primavera no está dispuesta a dejarse avasallar y se ha vengado de su viejo predecesor. Se ha infiltrado en el mundo con timidez, junto con los rayos de sol que marcan el fin del invierno. Su avance es sigiloso: troncos más brillantes, menos opacos y rugosos, unas yemas marrones escondidas entre las ramas grises y el atisbo de las primeras hojas, pequeñas y de un tono verde pálido, en las plantas más audaces. Hay árboles retraídos, obstinados en permanecer enclavados en el invierno, que conviven al lado de otros, de su misma especie, mucho más lanzados. Al contemplar los primeros entran ganas de sacarlos de su letargo, sacudirlos para que se enteren de lo que sucede y se espabilen. Los prunos, los almendros, los cerezos se han cuajado de flores y exhiben ramilletes rosas, como el amanecer, o blancos, como copos de nieve. Entre los pétalos apretados andarán perdidas sus hojas, las he buscado pero aún no las he encontrado. Igual que un arroyo al inicio del deshielo, en el aire, bajo el suelo, la vida renace y fluye de nuevo.

miércoles, 19 de marzo de 2014

La Baronesa contrabandista

You never realize how much of your background is sewn into the lining of your clothes. Tom Wolfe  
(Nunca nos damos cuenta de cuánto de nuestro trasfondo está cosido en el forro de nuestra ropa. Tom Wolfe.)

Nací un par de semanas antes de lo esperado, supongo que esa fue la primera muestra de mi afán por no llegar tarde a ningún lado. Ese no es un rasgo que comparta con muchos miembros de mi familia y por eso al resto mi llegada les pilló aún en plenos preparativos.

Mis abuelas contaban con llegar a Canadá con tiempo de acompañar a mi madre antes del parto y estar allí para mi presentación. Aquel plan de verme obligada a socializar nada más aparecer en el mundo no creo que fuese de mi agrado y, ya que la salida dependía en parte de mí, preferí adaptarme a mi nuevo ambiente sin rodearme de tanta gente. Mis padres y los médicos eran más que suficientes.

Cuando mis abuelas se enteraron, aceleraron los trámites aún pendientes. La Baronesa se quejó porque los choricillos para su hija no iban a estar bien curados con tanta prisa. Un alma caritativa la informó, con su mejor intención, de que no debía preocuparse por los embutidos, su entrada no estaba permitida en Canadá. La Baronesa se alarmó al conocer aquel dato. ¡Aquello era inaudito! ¿En dónde estaba su hija? ¿Qué país era ese para aprobar esas leyes? No quería ni imaginarse la clase de porquerías que comerían allí.  Esa regla carecía de sentido y, por supuesto, no veía razón alguna para cumplirla. Ya se las apañaría, encontraría alguna artimaña. 

Ya se había figurado que un lugar en el que se necesitaba un abrigo en Mayo no debía de ser un sitio muy recomendable para vivir. ¡Pobre hija! ¡Qué frío no pasaría! ¡Y encima sin chorizos de ningún tipo! ¡Con el calor que ya hacía en Linares! La mera idea de ponerse un abrigo hacía que le entrasen sudores. ¡Con lo qué pesaba! Claro que... ¿Por qué no? Si metía los chorizos bajo el forro seguro que nadie sospecharía. Antes debía envolverlos con cuidado, no fuesen a delatarla por el olor. Descosió el forro y lo cosió de nuevo con los chorizos colocados dentro del dobladillo. Comprobó las costuras y se cercioró de que no se notase nada. Incluso tenía mejor caída.

Se encontró con su consuegra en el aeropuerto. Viajarían juntas. Para ambas era la primera nieta y las dos estaban emocionadas. ¿Y si le contaba su pequeño secreto? He cosido unos choricillos para nuestros hijos dentro de mi abrigo, susurró. Su reacción le sorprendió. ¿Qué le pasaba? ¡Se había quedado blanca! Lanzaba miradas aterrorizadas a su alrededor. ¡Qué mujer más poco discreta! ¡Con semejantes aspavientos todos se darían cuenta! No se le ocurría nada para tranquilizarla. Quizá si la ponía más nerviosa... ¿Te figuras que no despega  el avión?, le preguntó, parece un trasto demasiado pesado. ¡Vaya! Con su guasa había logrado parte del efecto del que se esperaba, la pega es que ahora eran las dos abuelas las que estaban pálidas. Al menos era por otro motivo. 

¡Qué viaje más largo! ¡Qué asientos más estrechos, seguro que el que los había diseñado nunca se había sentado en ellos! Por no hablar de la comida ni del choque al tomar tierra. Aún le temblaban las rodillas al bajar las escaleras. ¿Por dónde se salía del aeropuerto? Dibujos de maletas y carteles de Sortie y Exit, pero en ninguno se leía Salida. No entendía ni palabra de lo que decían. Un policía gritaba algo pero si no hablaba más claro que no la culpara por no hacerle caso. Mejor no pararse y seguir a los otros. ¡Menos mal! ¡Al fin veía al catedrático!

Sin duda era digno hijo de su madre, le mudó la cara de la misma manera al explicarle lo de los chorizos. Igual que ella tampoco se desmayó. Bien pensado, si le hubiese sobrevenido un ataque de flojera no habría estado tan mal. ¡Qué rápido andaba siempre este hombre! ¡Cuánta brusquedad, qué prisas! Tiraba de nosotras como si nos quisiera sacar de allí a rastras. ¡Cómo protegía el abrigo! Lo abrazaba con el suyo como un tesoro. ¡Qué ansioso! No tenía por qué preocuparse: ¡había chorizos para todos! 

martes, 18 de marzo de 2014

Arquímedes y Lavanda

Aplicar el principio de Arquímedes, aunque resulte preciso, no siempre es una solución factible. ¿No estáis de acuerdo? A ver qué opináis después de leer este cuento de mi amiga Lavanda. 

El controvertido caso de la vaca ahogada en el pilón

Sucedió mientras el imperio Austro-húngaro daba los últimos coletazos, en un pueblecito cerca de Bohemia. Coincidió con el asesinato del Archiduque Francisco Fernando, pero ese hecho funesto no restó protagonismo al caso, cuya vista pública llenó a rebosar el juzgado del pueblo.

—¿Sabe cuáles son los cargos?
—Eso creo, señoría.
—Su vecino,  Alexej Sudboda, le acusa de haber ahogado a una de sus vacas en el pilón. ¿Es esto cierto?
—Sí, señoría.
—¿Reconoce su culpabilidad, entonces?
—No, señoría. Me declaro inocente del todo.
—Vamos a ver… Cyril Poznatky. Ahogó usted a la vaca de su vecino, ¿sí o no?
—La vaca se ahogó, señor juez, pero fue un accidente.
—¿Pretende decir que la vaca saltó sola dentro de un pilón de más de un metro de altura?
—No, señoría, ni mucho menos. Alexej me ayudó a meterla dentro.
—Explíquese, por favor.
—Mi vecino quiso venderme una vaca, pero yo le había prestado la báscula al molinero. No teníamos cómo pesarla, así que, después de mucho pensar, acordamos valorar la vaca a tanto el metro cúbico.
—Vaya al grano, por favor.
—Perdón, señoría. Como no teníamos un barril grande para meter a la vaca dentro, decidimos meterla en el pilón, que estaba lleno a rebosar. Cuando la sacáramos, solo había que medir el agua que faltaba, rellenándolo a baldes. Pero el pilón resultó demasiado hondo. No hubo forma de sacar a la vaca y se ahogó.
—¿Qué pasó con la vaca?
—Alexej se la llevó con el tractor, señoría.
—¿No compartió la carne con usted?
—Ni siquiera una célula, señor juez.

El acusado fue puesto en libertad sin cargos y el demandante condenado a una sanción de 200 coronas por el uso de pesaje fraudulento en la venta de ganado y a otras 200 por mentir al tribunal de justicia.

lunes, 17 de marzo de 2014

Café di Vino

Ciprés- Javier Comas
Café di Vino es una pequeña y selecta tienda de vinos ubicada en la C/ Malasaña, 23. En este caso selecta no es sinónimo de cara, al contrario, su propietario se preocupa de escoger vinos excelentes con una relación calidad-precio igual de excelente. La mayoría están por debajo de los 15 euros. Si deseáis comprobarlo mientras aprendéis más de vinos, os recuerdo que el saber no ocupa lugar y menos si es delicioso, también organizan catas. La próxima tendrá lugar el jueves 20 de Marzo a las 19:00h. Estoy segura de que merecerá la pena porque el dueño es encantador y disfruta tanto con su trabajo que transmite su entusiasmo.

Me enteré de su existencia gracias a Javier Comas. El local se preocupa por su imagen, y han conseguido crear un ambiente realmente agradable: muy sencillo y acogedor. Por ese motivo le pidieron al artista si no le importaría exponer algunas de sus obras para la inauguración. Me invitaron pero no pude asistir porque coincidió con mi fin de semana de guardia. Aún así el plan quedó pendiente.

He aprovechado la mañana del sábado para acercarme. Los cuadros de Javier Comas, cada vez más bonitos, decoraban el lado derecho de la pared. El primero es un océano Atlántico grande, luminoso y sereno, de tonos azules celestes y turquesas en una playa de arena pálida. Al lado crecen unas exóticas orquídeas, vestidas de naranjas, rojos, verdes y violetas, listas para acudir a la fiesta del jardín de las maravillas de Alicia. Preciosas. La intensidad de sus colores contrasta con el camino de blancos, grises y negros de los árboles desnudos, apenas perfilados, alineados sobre la nieve, que componen el siguiente cuadro. Es una serie muy delicada y una de mis favoritas.

Una estantería devuelve la atención a los vinos. En este caso los protagonistas son unos vinos dulces de lo más tentadores. Un poco más allá hay un cuadro pequeño perteneciente a la misma serie de árboles invernales y que, para mi gusto, resulta aún más bonito que el anterior. La nieve y algunas copas verdosas se cubren de reflejos borrosos y azulados de niebla. Javier se lo ha regalado al dueño que espero lo deje en la tienda para contemplarlo. Junto a él, unos árboles amanecen entre el arcoiris. A ambos cuadros les acompaña una muestra del desierto de Fósiles, que sustituye al Ciprés (de la ilustración) que ha vendido. Al fondo de la sala, en solitario, ruge la fuerza del mar Egeo.

Por supuesto, además de ver arte, me he dejado aconsejar y me he surtido de vinos y vinazos. Con la comida del fin de semana probamos uno de estos últimos, un César Príncipe del 2010 de Cigales y certifico que está riquísimo. Para la próxima semana les llegará un PX excepcional con 100 puntos en la guía Parker. No me quiero ni imaginar lo buenísimo que estará aunque no sé si tanto como el Ximénez Spinola, mi favorito. Por cierto, para los abstemios, también disponen de café. A House le he comprado uno del Salvador que me ha llamado a voces desde el estante.

domingo, 16 de marzo de 2014

Duendes

Siempre es culpa del duende. ¿Acaso se creen que no tenemos oídos? No sólo nuestra audición es perfecta sino que, a diferencia de otros, no fingimos hacernos los sordos cuando nos conviene y eso que, semejante habilidad, nos facilitaría mucho la vida.

Vivimos en una ofensa continua, se diría que escandalosa. Al parecer somos responsables de las averías, no de algunas sino de todas. Francamente, eso es generalizar demasiado. Si un grifo gotea es porque teníamos sed y, después de beber, no lo hemos cerrado bien. ¡Menudo crimen! Además, que yo recuerde, sólo ha sucedido una vez y en mi defensa alegaré que partíamos de un grifo roto. Jamás se me olvidará la que se lió por una pequeña inundación. Entre bomberos, obreros y peritos del seguro la situación se volvió insostenible, mucho peor que tras una catástrofe natural. No había quien viviese, no exagero. Incluso llegamos a plantearnos el mudarnos a un hogar más tranquilo y, para que me entendáis bien, aclararé que los duendes sólo nos mudamos cuando no nos queda más remedio. Afortunadamente las aguas no tardaron en regresar a su cauce, literalmente.

Afortunadamente no siempre es así aunque nunca hay que olvidarse de caminar con pies de plomo. Por eso mi momento preferido del día no es cuando se acuestan, ya que a esas horas he comprobado que no conviene hacer ningún ruido, son tan quisquillosos que cualquier crujido les molesta. No sé qué sería de ellos en medio de la naturaleza. No, no, el mejor, con diferencia, es cuando se van a trabajar y dejan la casa vacía. Entonces el mundo es una delicia. Por desgracia se convierte en una pesadilla si aparece la asistenta. ¡Qué afán por guardarlo todo! Un día nos va a guardar a nosotros. No sería tan grave si no corriésemos el riesgo de acabar separados, porque no parece que siga ningún criterio. El problema es que después no hay quien encuentre nada y las culpas recaen en el duende. ¿Piensan que nuestra guarida es como el bolso de Mary Poppins y que en ella cabe todo lo que pierden? Pues no, dicen que las comparaciones son odiosas y tienen razón, sobre todo cuando uno se de cuenta de que una ratonera es un palacio comparada con su rincón.

Es cierto que todo tiene un lado bueno y, semejante afán por ocultar las cosas, también posee sus ventajas: requiere una revisión exhaustiva y desesperada de armarios, cajones y guardarropa no sólo por nuestra parte, sino también por su dueño. Ese trajín nos facilita el llevar un inventario. No sé cómo nos las apañaríamos sin esos registros ante los cambios de temporada. Lo más complicado de toda la tarea es hacerse con un lápiz para elaborar la lista. Esa es otra de las quejas habituales con la que nos encontramos: pese a lo que nos ha costado conseguirlo, pretenden que se lo devolvamos. Borradores y sacapuntas conviene no mentarlos. Los días de colada no saboreamos la paz. La próxima vez que alguien diga la palabra calcetín, juro que esa noche, cuando menos se lo espere, le morderé los pies. Uno más, uno menos, entre el millón que poseen, no debería importarles. No obstante, si por ellos fuera nos pelaríamos de frío durante el invierno. No comprenden que sólo es un préstamo, los devolvemos en primavera y a veces antes, cuando se cubren de polvo los dejamos en el fondo de la lavadora y cogemos uno limpio.

Confieso que los avances de la vida moderna hacen más cómodo nuestro hábitat, aunque nos acarreen algunos problemas. Antes debíamos conformarnos con un escondrijo precario en cualquier hueco que casi nunca resultaba cómodo. Ahora los circuitos electrónicos crean un entramado ideal para instalarnos. Sus cables y conexiones actúan de red de comunicación, de escalera y, además, ofrecen un sustrato ideal sobre el que montar nuestro hogar. A veces es preciso rehacer alguna conexión, no se puede exigir que todo marche a nuestro gusto desde el principio. Nos hemos visto obligados a estudiar electrónica, los más puristas lo llaman improvisar pero no hay quien niegue que la improvisación es toda una ciencia. Reconozco que, en ocasiones, a pesar de nuestros conocimientos, nuestras necesidades interfieren en el funcionamiento del aparato. No es una cuestión que nos preocupe salvo cuando oímos la frase “vamos a tener que cambiar este trasto”. Esa es la señal para devolverlo todo a su estado original, aunque sea sólo durante un tiempo. Una vez le coges apego a un lugar, a nadie le apetece trasladarse. No se puede ser tan drástico y montar un cisma por una pequeñez. Un electrodoméstico con duende fallará pero basta con proferir una amenaza, en tono serio, para que lo reparemos. Realmente, no entiendo a qué vienen tantas protestas, la convivencia no es tan difícil.

viernes, 14 de marzo de 2014

Sopicaldos

Soy tan incapaz como Mafalda de tomarme una sopa castellana por muy reconfortante que sea, personalmente me resulta pesada y nada atractiva. De la sopa de ajo mejor ni hablamos. Mi madre sólo la preparó en una ocasión y, afortunadamente, no volvió a repetir el intento. Era un engrudo sólido y denso, de pan mojado de color marrón y con una textura muy alejada del estado semilíquido habitual de este plato. Llamarlo ladrillo de pudin de ajo habría resultado mucho más apropiado. Es el único plato que a la Señora le ha salido mal y también el único con el que me tuvo que poner "tiempo" para que me la terminase (cosa que solía suceder con mis hermanos pero jamás conmigo). Aún así, se quedó en el plato, y eso a pesar de que nunca he sido una niña inapetente. En el hospital servían una versión de este guiso, en este caso más líquido, pero dado que el caldo era poco más que agua sucia con unas gotas de aceite rojizo por encima tampoco se ganó mi favor. La verdad es que nunca reuní el valor suficiente para probar ninguna de las aspirantes a sopas del comedor, sólo con mirarlas se me cortaba el hambre.

House odia cordialmente la sopa juliana y, como a mí tampoco me emociona, no se encuentra con el problema de que me sienta mínimamente tentada de preparársela. Tampoco le va demasiado la sopa de pescado, que a mí sí que me gusta, siempre y cuando no lleve arroz, que suele pasarse y y le resta sabor y gracia. Me encanta cuando sabe mucho a marisco. Si se sofríen las cáscaras y luego se cuecen con un hueso de rape, un poco de vino blanco, cebolla, azafrán y perejil, se machacan y el caldo colado se añade a los trozos de pescado y a las gambitas peladas, para terminar con un chorreón de ketchup (mi favorito es el Heinz) y una cucharada de Philadelphia, el resultado es irresistible. A veces incluso House se siente tentado y pica.

 La sopa de fideos sólo me gusta de la forma en la que la preparaba la Baronesa: desengrasaba el caldo del cocido (que en realidad era más ligero que un cocido madrileño completo). Los garbanzos  iban dirigidos a convertirse en morococo y compartían la olla con unos cuantos trozos de pollo y unas patatas. Las patatas se machacaban con un tenedor, se les añadían los trocitos limpios del pollo y se ligaba todo con unos huevos batidos. Con una cuchara se  pasaban directamente por pan rallado y se freían. Quedaban una croquetas crujientes, doradas y tan huecas como un soufflé. Al caldo le añadía un chorrito de jerez o vino blanco, azafrán (mi especia favorita) majado con perejil fresco, huevo duro muy picadito y unos pocos fideos finísimos de cabello de ángel. De ese modo tan sencillo la sopa se convertía en un guiso delicioso. La acompañábamos de las croquetas, porque nadie era capaz de resistirse y esperar para tomárselas a continuación, y luego dábamos buena cuenta del morococo).

PATATAS CON ALMENDRAS
Ingredientes
1 kg. de patatas peladas y partidas en trozos
1 cebolla grande picada
Majado con: 50 gr. de almendras crudas, perejil fresco, un diente de ajo y unas hebras de azafrán.
1 vaso de vino blanco.
300 ml. de agua
Un par de huevos duros picados
Aceite de oliva, sal y pimienta. Un toque de comino también le va muy bien a este plato.

Elaboración
Pelar y cortar las patatas en trozos.
Machacar en el mortero las almendras, los ajos, un manojo de perejil y unas hebras de azafrán.
Rehogar la cebolla hasta que esté transparente y dorar unos minutos el majado de los ajos junto con las almendras. Añadir las patatas, darles un par de vueltas antes de poner el vaso de vino blanco y el agua.
Cocinar a fuego suave durante una media hora, el tiempo para que las patatas queden tiernas.
Cuando les falten unos 10 minutos, rectificar de sal y pimienta y terminar de cocer a fuego suave. Al final poner el huevo duro picado.

miércoles, 12 de marzo de 2014

En el quirófano de torácica

En mis últimos meses de residente me llamaron al busca para echar una mano en el quirófano de cirugía torácica. Se trataba de un caso programado, un cáncer traqueal con afectación de la glándula tiroides que habíamos comentado en sesión. Sabíamos de antemano que nos avisarían cuando llegara el momento de quitar la laringe de la paciente.

El primer cirujano era el jefe de Cirugía Torácica. Me lavé, me revestí con toda la parafernalia estéril y me dispuse a intervenir. Me encontré con un problema: aunque no era su campo, y no estaba habituado a esa técnica en concreto, el jefe estaba más dispuesto a continuar en el papel de cirujano principal que a asumir el de ayudante. Dos que dan órdenes a la vez difícilmente se pondrán de acuerdo y un quirófano no es lugar para tonterías. Todos los presentes se quedaron de piedra cuando abrí la boca, con mi diplomacia característica: "O lo haces tú, o lo hago yo pero, sí eres tú quien lo hace, tienes que seguir mis indicaciones." Creo que durante un instante nadie respiró. Aquel hombre tenía fama de temperamental y esperaban que me echase de allí con cajas destempladas. Sin embargo reconoció la sensatez de mi planteamiento y me entregó el bisturí eléctrico. Sólo me impuso una condición: "Sé rápida".

No repliqué. Agarré el bisturí y corté. La traquea estaba liberada a nivel del tórax por lo que sólo me quedaba la región superior y los lados. No me entretuve. Lo primero era seccionar la zona superior por debajo del hueso hioides hasta alcanzar la base de la lengua y entrar a la faringe por la valécula. Una vez expuesta la vía aérea superior, agarré la epiglotis con una pinza de allis que le di a mi nuevo ayudante para que tirase y me tensase los tejidos. Corté el constrictor inferior faríngeo (un músculo de la deglución) a ras del borde lateral del cartílago tiroides. Agarré el allis con la epiglotis y le ordené a mi asistente que cortase el constrictor de su lado, igual que había hecho yo. Luego, con un despegador (el que tenían era para costillas pero en mis circunstancias me vino bien, me hizo avanzar más deprisa), separé la mucosa de los senos piriformes para preservarlos y tener tejido con el que cerrar después (de esa manera la nueva faringe quedaría amplia y la paciente no tendría problemas para tragar). Comprobé que los pedículos tiroideos estaba bien ligados y que todo se movilizaba. Terminé de separar la traquea del esófago y uní la parte cervical con la torácica para extraer la pieza. Fueron seis minutos de cirugía. Justo al terminar apareció uno de los adjuntos de mi servicio que apenas pudo pronunciar un "¡¿Ya?!" antes de lavarse para sustituir al torácico y ayudarme a coser la faringe. "¡Y has preservado los senos piriformes!" comentó mientras tanto.

La cosimos a conciencia e hicimos bien. Aunque dijimos que la enferma no podía tomar nada por boca, sólo por sonda, hasta que cicatrizase por completo, unos diez-doce días, para asegurarse de que todo iba como debía, el noveno día le hicieron tragar una papilla de bario para valorar por rayos la progresión de la herida. Afortunadamente no había fístula y la paciente no tuvo que esperar más para empezar a comer.

Por cierto, aquel jefe de torácica le comentó al mío que podía enviarme a su quirófano cuando quisiera. Debió de gustarle el ejercer de ayudante.

martes, 11 de marzo de 2014

El Talismán

Érase una vez un país de paisajes extensos, de contrastes de desiertos con horizontes de montañas, de cielos abiertos y de oasis escondidos.

En uno de aquellos oasis vivía Hiram junto con la bella Leila. En su magnífico jardín cultivaban las semillas que el viento traía desde los lugares más recónditos del mundo. Por las tardes se sentaban bajo la sombra de los árboles para contemplar el final del día. Durante esos momentos Hiram improvisaba melodías de laúd para Leila. Tocaba una música tan hermosa que el aire la recogía para susurrársela a las dunas. Luego las dunas, al deslizarse, cantaban los acordes sobre el desierto. Durante la noche el laúd enmudecía y fuera reinaban la oscuridad, el silencio y el frío.

Una tarde de invierno la sombra alargada de una caravana se dibujó sobre la arena. Las dunas cantaban y las sombras avanzaban, arrastradas por su empuje, hacia el oasis. El matrimonio salió a recibirles. Las caravanas traían noticias y mercancías de fuera y sus visitas eran esperadas y bienvenidas. Sin embargo, en esta ocasión, al verles acercarse se alarmaron: los jinetes se recostaban sin fuerzas sobre los lomos de sus camellos, sus piernas y brazos colgaban a los lados. Estaban cubiertos de polvo y sus rostros eran de color gris. Apenas podían desmontar y mucho menos hablar. Hiram y Leila cargaron con sus cuerpos y les instalaron uno a uno bajo la lona del cenador del jardín. Según caían sobre los cojines, los exhaustos viajeros se dormían al instante. Inconscientes, algunos deliraban palabras sin sentido entre sus labios resecos. Ardían de fiebre e insolación. Leila humedeció unos paños en tisanas frías y los colocó sobre sus frentes para refrescarlas. Su sopor se transformó en sueño. Al ponerse el sol Hiram encendió la estufa y Leila les arropó con mantas para protegerles del frío del desierto. Se acostaron junto a ellos, atentos a cualquier ruido. Los enfermos pasaron la noche tranquilos.

Al día siguiente, cuando los nómadas despertaron, el sol llevaba varias horas en el cielo. Se encontraban más descansados pero también más hambrientos. De la casa llegaba el aroma del té de menta, junto con el de la carne con especias, el pan, el azúcar, la miel, las almendras y la canela de los pasteles recién salidos del horno. La mesa estaba puesta e Hiram colocaba sobre ella las últimas delicias que su esposa había cocinado esa misma mañana. Mientras almorzaban, les contaron sus aventuras. Venían de muy lejos, de un continente al otro lado del mar. Seguían el rastro de una leyenda. Buscaban el templo de un talismán único: una joya tan luminosa como un espejismo, con el poder de transformar la ilusión en realidad y la realidad en ilusión porque en su interior guardaba el secreto del amor eterno. El rastro les había conducido hasta el desierto pero perdieron su senda bajo una tormenta de arena. Al amainar el viento no reconocieron el paisaje. Pese a ello continuaron su camino, cada vez más desorientados. A punto de desfallecer, el sonido de la música en las dunas les había devuelto la esperanza. La canción les escoltó por las colinas y les guió hacia el oasis.

Mientras escuchaba aquella historia, Hiram sostenía distraído su laúd. Sus manos punteaban las cuerdas de forma automática mientras su mente daba vueltas y más vueltas a la historia del extraordinario talismán. Decidió partir junto con la caravana en persecución de aquel secreto de amor eterno para ofrecérselo a su esposa.

En pocos días los nómadas habían repuesto sus fuerzas y llegó el momento de continuar su camino. Leila se abrazó a Hiram y se despidió de él con su habitual sonrisa aunque su corazón latía lleno de tristeza ante la idea de su separación. No obstante, no le reveló cómo se sentía, no quería forzarle a quedarse si deseaba marcharse. Permaneció inmóvil mientras se alejaban. Cuando la caravana se perdió de vista, Leila entró en la casa, sacó el laúd de su funda y, entre lágrimas, rasgueó las notas de su melodía favorita. Su música acompañó a los viajeros. Cada noche el viento entonaba un nocturno lleno de nostalgia. Cada noche hasta que las lágrimas cristalizaron sobre las cuerdas y el instrumento enmudeció. Al tocarlo sólo se oía el silencio de la soledad del desierto.

Hiram pensaba en Leila, soñaba con ella y componía música con su voz y con su risa. Viajó de un rincón a otro, preguntó y buscó por el mundo entero sin encontrar jamás el templo. Afligido por su fracaso, regresó a su hogar.

El largo abrazo con el que Leila le acogió al verlo le curó de su decepción y le devolvió su alegría. Al atardecer tomó entre sus manos el laúd mudo. En silenció recorrió todas las cuerdas y, en cada una de ellas, evocó un lugar de sus viajes. En el mar, en las montañas llenas de nieve, en el color de los zocos de las ciudades, en los elegantes palacios, en las piedras de los antiguos templos, en la selva y en las corrientes de los grandes ríos aparecía siempre la radiante imagen de Leila. La miró y en sus ojos leyó la clave del enigma. ¡Era ella, su musa, el talismán que convertía sus ilusiones en realidad y la realidad en una ilusión! En ese instante el cristal que recubría las cuerdas del instrumento se quebró. La música se liberó. Surgió una melodía que contenía la risa de Leila, el tono de su voz, el sonido de sus besos y la nostalgia de su espera. El aire la recogió, le susurró a las dunas el secreto y la música sonó de nuevo en el desierto.

sábado, 8 de marzo de 2014

Piano

Hoy el sol quiere jugar. La luz baila sin dejarme dormir más, se apoya sobre mí espalda en un arrumaco cálido. Brotan flores de mi piel y al salir me hacen cosquillas. Son pequeñas margaritas. No es preciso deshojarlas, sus pétalos son tan suaves que cuando me acarician sé que me quiere. Sólo sus besos comparten el mismo tacto.

Oigo el preludio de una melodía. El viento arrastra las flores y transforma los pétalos blancos en un piano. Las teclas se extienden a lo largo de mi cuerpo. Suenan todas a la vez. Un arpegio de marfil asciende desde mis pies. La música recorre mis piernas, su onda se hunde en la cintura para elevarse de nuevo en mis brazos. Baja por los hombros y se detiene en el cuello. Me disuelvo entre las notas. El sonido llena la habitación. Cuando ya no cabe más, el aire estalla en estrellas. Llueven destellos sobre mi piel. El final de su eco resuena en mi cuerpo.

Se me cierran los ojos, las teclas negras se condensan en mis pestañas mientras bajo despacio los párpados y cae en silencio la tapa del piano. El sol entona la nana que acompasará mis sueños.

viernes, 7 de marzo de 2014

La invitación

"Esta no es una noche cualquiera, es una noche de estrellas. No es para dormir sino para soñar despierta."

Esas eran las palabras impresas en la tarjeta de la invitación que había encontrado al regresar de su paseo en la bandeja del correo. La Marquesa le dio la vuelta intrigada: El Museo abrirá a medianoche, leyó. ¿A medianoche?, repitió desconcertada, ¡qué hora más extraña! Estudió el sobre. La única pista era el membrete del Nuevo Museo grabado en él. ¿Pretendían picar su curiosidad? Pues lo habían conseguido.

Esperó la hora de salir con impaciencia. Se sentó junto a la chimenea con un libro en la mano aunque las palabras le bailaban, sin fijarse en la página. Por mucho que se esforzase, no se concentraba en la lectura. Su mirada se perdía a través de las ventanas del balcón a cada segundo. Al fin llegó la esperada puesta de sol. La escena se rompió en franjas. Ámbar sobre el horizonte con formas geométricas recortadas a contraluz y borradas por los halos de las farolas. Por encima, una zona de transición dejaba entrever el azul del cielo y, cubriéndolo todo, el negro. Un lucero se apoyaba en el arco de la luna. Poco antes de la medianoche la luz se extinguió.

La Marquesa recorrió las calles en silencio. La ciudad no era más que un bloque de sombra encerrado en un vacío lleno de estrellas. Entre el hueco de las casas brillaba el camino blanco de la Vía láctea, el faro de los peregrinos. Seguían la misma ruta. La reja del museo estaba abierta y a través de los postigos de las ventanas se colaban rendijas de luz dorada.

Entró. ¿Para qué si no había sido invitada? El suelo estaba cubierto por la arena fina de playa. Las olas latían contra las paredes calizas. El mar se mostraba inquieto, presto a escapar por los arcos y bóvedas de la catedral de acantilados y rocas pero sin acertar a liberar el agua del lienzo que la contenía. El sol, la niebla, las estrellas sí se habían infiltrado en el interior de aquel cuarto y proyectaban un cielo diferente a cada momento. Amanecía junto al mediodía y el sol se ponía en medio de la neblina de la aurora en una noche de luna. La primera ola rebasó la orilla, la marea subía.

Avanzó por delante del agua hasta la sala de al lado. El viento seco del verano agitaba el trigo. Los árboles se alineaban en las lindes del cultivo y sus ramas se alzaban hasta la cúpula del techo tapizada de hojas. El bosque se perdía al fondo sin dejar ver su final. Una senda de tierra discurría entre los troncos y las hojas caídas crujían bajo los zapatos de la Marquesa. Más allá de los campos de girasoles se distinguían los tejados de las granjas con sus huertos, las praderas salpicadas de amapolas y los jardines de lirios. Al fondo, en las laderas de las colinas, los almendros reventaban de flores blancas. El calor abrasaba.

El sendero moría en un cercado. Unos escalones de madera y una puerta abierta daban acceso a una cocina. El horno olía a pan, en su punto y recién hecho. La Marquesa lo sacó, no se fuese a quemar, e, incapaz de resistir el impulso, cortó un pedazo. La corteza crujía y la miga, blanca y esponjosa, humeaba. Lo mordisqueó con cuidado. Estaba delicioso. Cogió un plato y se sirvió una taza de té para acompañarlo. Se sentó en el salón, en el sillón de al lado de la chimenea. Las llamas bailaban y dibujaban formas que, al igual que los sueños, se desvanecían antes de fijarse en la memoria. La Marquesa cerró los ojos somnolienta. El fuego iluminó su retrato, con la cabeza reclinada y una invitación en la mano.

jueves, 6 de marzo de 2014

La inspiración según Nabokov

La inspiración es inolvidable. Por mucho que se desee no puede retenerse, ni llamarse a voluntad, pero queda el consuelo de rememorarla una y otra vez. Se describe, más para uno mismo que para otros, en un esfuerzo de revivir cada detalle. Os dejo la descripción de Nabokov que sabe describirlo mejor que yo.

Se distinguen varios tipos de inspiración, que se entremezclan, al igual que todas las cosas en la fluidez de nuestro interesante mundo, mientras dan la apariencia de una clasificación. Un resplandor preliminar, no muy distinto del aura previa a un ataque epiléptico, es algo que el artista aprende a percibir temprano en su vida. Esta sensación de cosquilleo y bienestar se ramifica a través de él como los vasos rojos y azules de un dibujo sobre la circulación humana. Al extenderse disipa toda conciencia de incomodidad física, desde un dolor dental hasta las neuralgias de la edad. Su belleza radica en que, a pesar de ser completamente inteligible (como si estuviera conectado con alguna glándula o condujese a un climax esperado), no tiene fuente ni meta. Se expande, brilla y se apaga sin revelar su secreto. Mientras tanto se ha abierto una ventana, ha estallado una aurora y un hormigueo ha recorrido los nervios. En breve todo se desvanece: las preocupaciones regresan y el ceño dibuja su dolor; pero el artista sabe que está preparado. 

Pasan unos días. La siguiente etapa de la inspiración es algo que se anticipa con pasión - y que se define. La forma de este nuevo impacto es tan evidente que me fuerza a desistir de metáforas y recurrir a términos específicos. El narrador presiente lo que va a contar. Ese presentimiento puede definirse como una visión instantánea que se transforma en un discurso rápido. Si existiese algún instrumento que reprodujese este fenómeno excepcional y fascinante, la imagen surgiría como un destello de detalles precisos, y la parte verbal como una cascada de palabras entremezcladas. El escritor experimentado las anota inmediatamente y, en el proceso, transforma lo que es poco más que una corriente borrosa en algo con sentido, construye gradualmente frases tan claras y editadas como lo estarán finalmente sobre la página impresa. 

Se ve la inspiración que acompaña al autor en el trabajo de su libro. La musa le acompaña por medio de sucesivos flashes a los cuales el autor puede acostumbrarse de tal modo que una chispa en la luz ambiente le parece una traición.

No debe sorprender que, cuando un autor al que no le asusta reconocer que ha conocido la inspiración y aprende a distinguirla de la trivialidad de un ajuste, así como de la monotonía de la "palabra correcta", busque la misma huella brillante de ese entusiasmo en otros autores. El rayo de inspiración golpea constantemente: se observa en esta o aquella obra maestra, sea un despliegue de poesía, o un pasaje de Joyce o Tolstoy, o una frase de un relato, o un estallido de genio en un artículo de un naturalista, un investigador o incluso un crítico literario. Me refiero, naturalmente, no a los inútiles gacetilleros que todos conocemos, sino a los que son artistas creativos por derecho propio. Nabokov

miércoles, 5 de marzo de 2014

Inspiración

La inspiración surge sin avisar. A veces nace de la nada y en otras es la impresión de una frase, una imagen o una sensación lo que la despierta. Es una emoción embriagadora, irresistible, que impregna el aire y te hace cosquillas en el interior. La inspiración te enamora y, al igual que el amor, te cautiva. Perturba los sentidos, transforma la percepción. La luz cambia, se vuelve cristalina, ligera y brillante, se diría que salpicada de minúsculos destellos. Invade la mente y pone un nudo de felicidad en la garganta, una sonrisa en los labios e ilumina los ojos. Sientes ganas de reír, de flotar, de volar, de dejarte llevar. No importa cuando aparezca porque siempre es bienvenida y nunca inoportuna. Sí que lo es cualquier cosa que estés haciendo y que te impida entregarte a ella en ese momento. Aún así intentas retenerla, no la sueltas ¿quién en su sano juicio querría dejarla escapar?

Si se alarga la espera para sacar el cuaderno y apuntar las ideas la tensión deviene en insoportable. En el primer momento posible te detienes en mitad de la calle y escribes mientras caminas sin importarte un comino la impresión que provocas en los testigos de tu arrebato. Tomas notas en el metro, igual que una posesa, y te olvidas de estar atenta hasta de la estación. Es posible que tardes varias paradas en darte cuenta de que vas en otra línea o incluso de que viajas en sentido contrario. En el coche sabes que no puedes despistarte. Agarras el volante y te fijas en los que te rodean mientras guardas en un rincón de la mente la idea. En cuanto llegas al destino, aparcas y, antes de abrir la puerta, dejas salir, a través del bolígrafo, todo lo que has almacenado durante el camino. Sólo entonces respiras y te sientes con fuerzas para regresar a tierra firme.

martes, 4 de marzo de 2014

El busca del fin de semana

Tengo guardias localizadas, también llamadas de alerta, que significa que a las 15h me voy a casa con el busca hasta el día siguiente. Antes de marcharme me paso por la urgencia para comprobar que no se queda nada pendiente no sea que me toque darme la vuelta. Mejor terminar todo el trabajo antes de salir y, si después aparece algo urgente por lo que tenga que volver, pues mala suerte.

Los fines de semana la localización dura los tres días que van del viernes al lunes. El busca se convierte en un apéndice que obliga a vestir prendas con bolsillos para llevarlo siempre encima. Nunca es oportuno: interrumpe la lectura sin miramientos, suena en el coche, en el baño, en la ducha (es mejor tenerlo cerca que correr mojada y desnuda por toda la casa para contestar a tiempo). Antes de acostarse se deja en la mesilla de noche y se ejecutan toda suerte de rituales para que se mantenga en silencio. Incluso aunque haga gala de buen comportamiento, el domingo por la tarde el cacharro corre el riesgo de acabar fulminado bajo el efecto de una mirada cruzada.

Un fin de semana localizado no es sinónimo de quedarse en casita sin aparecer por el hospital. Hay que visitar a los pacientes ingresados, momento que se aprovecha para, de paso, ver las urgencias acumuladas del tipo que admite demora (el resto implican salir escopetado hacia el hospital, a cualquier hora).

¿Qué ocurre cuando una se levanta un viernes, feliz porque tiene guardia, y descubre que está incubando algo? El hospital, en contra de lo que piensa la mayoría, no es el mejor lugar para curarse, aunque sí para contagiarse. La solución está en las drogas (legales): ibuprofeno, paracetamol, nolotil... cualquiera vale con tal de que no suba la fiebre y la venza a una.

El viernes empeoré un poco a lo largo de la mañana pero, gracias a la farmacología, sobreviví a la consulta y a la tarde de busca. El sábado pasé visita, di el alta a un absceso drenado y drené a otro de los ingresados. En urgencias saqué un cuerpo extraño y valoré algunas lesiones. Por la tarde me atacó de nuevo eso que estaba incubando y fue una suerte que sólo me llamaran para consultar porque apenas me podía levantar. El domingo primero me acerqué a ver a mi abuela. La dama estaba algo mosca porque, con mi padrino y la Señora fuera, nadie había ido a visitarla entre semana. No se encontraba bien y el verse sola no la tranquilizaba. Mi hermano iba a ir también, afortunadamente, porque mi mañana la tenía que dedicar al hospital.

El absceso drenado el día anterior se encontraba mucho mejor, aunque no tanto como para darle el alta. Otro absceso me esperaba en la observación de Urgencias, a punto de caramelo para clavarle el cuchillo. Coincidió la llegada de dos sangrantes y de un citado para valoración. Con toda la tropa a cuestas, avisé a Seguridad para que me abriesen las consultas y los conduje a todos para allá. Para mejorar el ambiente, el ascensor nos dejó encerrados durante unos segundos, se quedó totalmente paralizado, ni se movía ni se abrían las puertas. No sé si su intención era que nos conociésemos mejor porque, al parecer, tocar la sangre y las entrañas no lo consideraba intimidad suficiente. Gracias a su estratagema me enteré de que la familiar de uno de los pacientes padecía claustrofobia. Más vale tarde... (no estoy de acuerdo, hay casos que es mejor nunca). Mis bolsillos van atiborrados de cosas: papeles, bolis, linterna, guantes, un bisturí, una cánula, pero me falta un ansiolítico. Afortunadamente, tras tocar todos los botones con calma, confieso que simulada, el ascensor nos dejó salir. Nos montamos en el de al lado, como valientes. En realidad no era cuestión de valor, simplemente no nos quedaba más remedio. Entre mis enfermos se encontraba un abuelo anémico al que no me imaginaba subiendo por las escaleras salvo que algún voluntario lo llevase en brazos. El que parecía mejor candidato tenía antecedentes de infarto y quedaba descartado. Por el camino se me sumó un residente que deseaba aprender y que, en caso de necesidad, siempre podía ayudarme a cargar con el abuelo.

Una vez sanos, unos más que otros, y salvos en nuestro destino metí a cada paciente en una consulta diferente y empecé a ponerles anestesias, tras confirmar que no tenían alergias. Drené el absceso, exprimí una glándula submaxilar, taponé una nariz y cautericé el vaso causante de otra hemorragia. El residente me perseguía de una consulta a otra y se asomaba por detrás de mi hombro para no perderse ninguna intervención. Todo fue bien. Antes de irme comprobé que no quedaba nada más pendiente. Por desgracia para la auxiliar, aunque recogí la mayoría de la cacharrería, o eso pensaba, no revisé que no me dejase nada por medio y, al día siguiente, gracias a mis huellas, pudo seguir todos mis pasos. Supongo que dedujo que había estado bastante entretenida (aunque no fue un mal finde).

lunes, 3 de marzo de 2014

La maquina de sueños

He soñado con unas vacaciones de primavera en la granja. Una de mis primas tenía un aparato similar a un karaoke que no emitía canciones sino sueños tangibles. Al apretar los botones surgía un sueño, podía ser nuevo o la continuación de uno anterior. El sueño tomaba forma, se hacía tridimensional. Crecía, se desarrollaba en la habitación y la llenaba. El cuarto se transformaba, sus límites eran los del dormitorio pero en su espacio cabía desde un río hasta una jungla. Sabía que dormía pero eso no lo hacía menos real, tan sólo era otra parte paralela de mi vida, la parte que despierta en los sueños. En este caso eran los mismos elementos del sueño los que se ocupaban de despertarla.

Dormía en el cuarto del fondo, en mi cama de siempre, la que estaba pegada a la pared opuesta a la ventana. Había un elefante en el hueco que quedaba entre la puerta, el armario y el baúl sin fondo de los tesoros. Se acercaba, se metía por el pasillo entre las dos camas y se sentaba sobre la mía. Me mecía con la trompa para llamarme. Al notar el vaivén, abría a medias un ojo pero no me daba por aludida sino que me giraba y me cubría la cabeza con la colcha. No me servía de nada remolonear, mi elefante no me lo permitía (y no hay quien les gane a cabezonería). Para convencerme enlazaba mi cintura y me incorporaba hasta sentarme al borde del colchón. Sentía que aún seguía pegajosa de sueño. Se me cerraban los ojos y me pesaba la cabeza. La apoyé sobre él. No me extrañaba que hubiese un elefante en mi habitación, le conocía, no era la primera vez que algo así sucedía. El animal, igual que un perrillo impaciente, tiraba de mí para que me levantase y saliese con él fuera de la casa. Algo pasaba y quería mostrármelo sin más demora. Estaba inquieto.

Le hice caso y me dejé guiar. En camisón y descalza caminé tras él hasta los eucaliptos de la era. En el lugar de la antigua alberca había una ballena varada, aunque no había ninguna playa cerca, sólo la tierra reseca. No parecía posible que hubiese llegado hasta allí, sin embargo ahí estaba. Mi elefante se plantó a su lado y me miró, en sus ojos me suplicaba que la ayudara. ¿Qué podía hacer yo para salvarla? No se me ocurría nada.

Aparecieron más y más elefantes, una manada completa. Los había de todos los tamaños: grandes, medianos y chicos. Se acercaban desde cada rincón de la granja: por el camino de grava de la entrada, por la cuesta de los columpios, desde la piscina, la casa, las viejas naves, el huerto, los caballos... Todos querían ayudar a la ballena, hacer que no tuviera miedo, que no se sintiera sola. Se mantenían unidos a su alrededor para darle fuerzas. Sin embargo, en sus pasos lentos, en su procesión, en su silencio y en la tristeza de sus miradas se respiraba, sin desearlo, el aire denso de las despedidas.

domingo, 2 de marzo de 2014

Ingeniero en Perú

Andrés regresó satisfecho de Alemania. Se había peleado con la nieve y había hecho estallar la tierra helada hasta ablandarla lo suficiente como para trabajar en ella. Había soportado temperaturas de veinte grados bajo cero. Con ese frío la nariz se le congelaba cuando asomaba por entre las vueltas de la bufanda. Había luchado contra tornillos que no se apretaban bajo el tacto inexistente de los guantes. Habían sido 18 meses de duro trabajo que ahora ocupaban una línea más en un curriculum lleno de esperanzas que nadie requería.

Desde su vuelta permanecía atento a todas las ofertas que salían, asunto que, por desgracia, no le llevaba mucho tiempo. Aprovechó para estudiar y sacarse en el ínterin el título de ingeniero superior. Aprobó las asignaturas, terminó el proyecto de fin de carrera, pero nada cambió. Probó suerte en todas las provincias sin que en ninguna le surgiese la oportunidad de aplicar sus nuevos conocimientos. Las perspectivas no es que fuesen malas, es que eran nulas. Las empresas cerraban o despedían a sus trabajadores. Si pretendía trabajar tendría que marcharse, no había alternativa.

No se precipitó. Antes de moverse a ningún lado, diseñó un plan. Debía escoger adónde ir y para ello era preciso saber cómo funcionaban las cosas en cada lado. Necesitaría un sitio en el que vivir y desde el que desplazarse. Se puso en contacto con grupos de gente de distintos lugares. Gracias a su seriedad y su simpatía, enseguida trabó buenas amistades. Habló con unos y con otros, investigó y llegó a la conclusión que, donde tenía las mejores posibilidades, era en Perú o en Chile, los países de Sudamérica con mayor actividad minera. Junto con uno de esos nuevos amigos, con familia en el país, organizó el viaje a Perú. Si ese plan no funcionaba, lo intentaría en Chile.

Al llegar se encontró con las primeras dificultades. Trabajo había pero su visado era sólo de turista y le convertía en la víctima ideal para contratos de trapicheo poco fiables. No estaba dispuesto a que le tomaran el pelo, debía poner en orden sus papeles.

Su carácter emprendedor, franco y abierto le benefició. Conoció a una familia que había vivido en España y que guardaban un excelente recuerdo de su experiencia. Estaban muy agradecidos por toda la ayuda que les habían prestado entonces y se ofrecieron a intervenir en su caso. Deseaban, de algún modo, devolver el favor. Movieron sus contactos para acelerar el papeleo y, además, le invitaron a pasar con ellos las Fiestas navideñas. Tenían una casa en una pequeña ciudad, patrimonio de la humanidad, cercana a la selva, donde pensaban recibir el Año Nuevo. Andrés aceptó sin dudar. Echaría de menos las celebraciones familiares pero estaría nada menos que en la selva amazónica. ¿Quién no firmaría una oferta igual? Para rematar la experiencia Los Reyes Magos le trajeron su permiso de trabajo y, un día después, un contrato legal.

¡Feliz cumpleaños valiente!