Érase una vez un país de paisajes extensos, de contrastes de desiertos con horizontes de montañas, de cielos abiertos y de oasis escondidos.
En uno de aquellos oasis vivía Hiram junto con la bella Leila. En su magnífico jardín cultivaban las semillas que el viento traía desde los lugares más recónditos del mundo. Por las tardes se sentaban bajo la sombra de los árboles para contemplar el final del día. Durante esos momentos Hiram improvisaba melodías de laúd para Leila. Tocaba una música tan hermosa que el aire la recogía para susurrársela a las dunas. Luego las dunas, al deslizarse, cantaban los acordes sobre el desierto. Durante la noche el laúd enmudecía y fuera reinaban la oscuridad, el silencio y el frío.
Una tarde de invierno la sombra alargada de una caravana se dibujó sobre la arena. Las dunas cantaban y las sombras avanzaban, arrastradas por su empuje, hacia el oasis. El matrimonio salió a recibirles. Las caravanas traían noticias y mercancías de fuera y sus visitas eran esperadas y bienvenidas. Sin embargo, en esta ocasión, al verles acercarse se alarmaron: los jinetes se recostaban sin fuerzas sobre los lomos de sus camellos, sus piernas y brazos colgaban a los lados. Estaban cubiertos de polvo y sus rostros eran de color gris. Apenas podían desmontar y mucho menos hablar. Hiram y Leila cargaron con sus cuerpos y les instalaron uno a uno bajo la lona del cenador del jardín. Según caían sobre los cojines, los exhaustos viajeros se dormían al instante. Inconscientes, algunos deliraban palabras sin sentido entre sus labios resecos. Ardían de fiebre e insolación. Leila humedeció unos paños en tisanas frías y los colocó sobre sus frentes para refrescarlas. Su sopor se transformó en sueño. Al ponerse el sol Hiram encendió la estufa y Leila les arropó con mantas para protegerles del frío del desierto. Se acostaron junto a ellos, atentos a cualquier ruido. Los enfermos pasaron la noche tranquilos.
Al día siguiente, cuando los nómadas despertaron, el sol llevaba varias horas en el cielo. Se encontraban más descansados pero también más hambrientos. De la casa llegaba el aroma del té de menta, junto con el de la carne con especias, el pan, el azúcar, la miel, las almendras y la canela de los pasteles recién salidos del horno. La mesa estaba puesta e Hiram colocaba sobre ella las últimas delicias que su esposa había cocinado esa misma mañana. Mientras almorzaban, les contaron sus aventuras. Venían de muy lejos, de un continente al otro lado del mar. Seguían el rastro de una leyenda. Buscaban el templo de un talismán único: una joya tan luminosa como un espejismo, con el poder de transformar la ilusión en realidad y la realidad en ilusión porque en su interior guardaba el secreto del amor eterno. El rastro les había conducido hasta el desierto pero perdieron su senda bajo una tormenta de arena. Al amainar el viento no reconocieron el paisaje. Pese a ello continuaron su camino, cada vez más desorientados. A punto de desfallecer, el sonido de la música en las dunas les había devuelto la esperanza. La canción les escoltó por las colinas y les guió hacia el oasis.
Mientras escuchaba aquella historia, Hiram sostenía distraído su laúd. Sus manos punteaban las cuerdas de forma automática mientras su mente daba vueltas y más vueltas a la historia del extraordinario talismán. Decidió partir junto con la caravana en persecución de aquel secreto de amor eterno para ofrecérselo a su esposa.
En pocos días los nómadas habían repuesto sus fuerzas y llegó el momento de continuar su camino. Leila se abrazó a Hiram y se despidió de él con su habitual sonrisa aunque su corazón latía lleno de tristeza ante la idea de su separación. No obstante, no le reveló cómo se sentía, no quería forzarle a quedarse si deseaba marcharse. Permaneció inmóvil mientras se alejaban. Cuando la caravana se perdió de vista, Leila entró en la casa, sacó el laúd de su funda y, entre lágrimas, rasgueó las notas de su melodía favorita. Su música acompañó a los viajeros. Cada noche el viento entonaba un nocturno lleno de nostalgia. Cada noche hasta que las lágrimas cristalizaron sobre las cuerdas y el instrumento enmudeció. Al tocarlo sólo se oía el silencio de la soledad del desierto.
Hiram pensaba en Leila, soñaba con ella y componía música con su voz y con su risa. Viajó de un rincón a otro, preguntó y buscó por el mundo entero sin encontrar jamás el templo. Afligido por su fracaso, regresó a su hogar.
El largo abrazo con el que Leila le acogió al verlo le curó de su decepción y le devolvió su alegría. Al atardecer tomó entre sus manos el laúd mudo. En silenció recorrió todas las cuerdas y, en cada una de ellas, evocó un lugar de sus viajes. En el mar, en las montañas llenas de nieve, en el color de los zocos de las ciudades, en los elegantes palacios, en las piedras de los antiguos templos, en la selva y en las corrientes de los grandes ríos aparecía siempre la radiante imagen de Leila. La miró y en sus ojos leyó la clave del enigma. ¡Era ella, su musa, el talismán que convertía sus ilusiones en realidad y la realidad en una ilusión! En ese instante el cristal que recubría las cuerdas del instrumento se quebró. La música se liberó. Surgió una melodía que contenía la risa de Leila, el tono de su voz, el sonido de sus besos y la nostalgia de su espera. El aire la recogió, le susurró a las dunas el secreto y la música sonó de nuevo en el desierto.
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