Cada Nochebuena Santa Claus vuela en su Trineo mágico envuelto por millones y millones de titilantes estrellas. En el mismo instante en el que se eleva, surge un camino de luz, hecho de un sinfín de puntos diminutos y brillantes, sobre la faz de la Tierra. Las estrellas salen de los confines del cielo para coronar los Abetos navideños. Con sus reflejos de oro, plata y cristal dibujan la senda sobre la que navegaran los renos durante el mágico viaje. Cada árbol se transforma así en un faro muy especial. Al expandir sus ramas iluminadas en toda su longitud, le arañan tiempo al tiempo. Los adornos que los niños prenden en ellas con toda su ilusión, se agitan y liberan de su interior los deseos allí guardados. Hay música en el aire, notas hechas de cristal y de secretos susurrados. Como un villancico más, las canciones sonarán a lo largo de toda la noche y Papá Noel, al escucharlas, las transformará en regalos, e incluso en algún milagro.
Todos los años el abuelo se encargaba de escoger el árbol adecuado para la Navidad. No le servía cualquier abeto, tenía que ser "el Árbol". Acompañado por su nietecillo, Jaime, recorrían entusiasmados todos los jardines y viveros de la ciudad. Aunque a veces hacía mucho frío, la mano del abuelo siempre estaba caliente y el niño nunca sentía el frío a su lado. En ocasiones los copos de nieve se les pegaban a las pestañas antes de cristalizarse en las ramas de los árboles y convertirlos en frágiles formas escarchadas, tan ligeras que parecían estar talladas con las mismísimas nubes. Seguro que las alas de los ángeles tenían ese aspecto, pensaba Jaime. La elección era difícil, había muchísimos árboles, a cual más hermoso. No obstante el abuelo era sabio y siempre descubría el abeto mágico, uno que recordaba a él mismo: sereno, sencillo y acogedor, bajo el cual aparecerían los más maravillosos regalos en la mañana de Navidad.
Sin embargo, este año, el abuelo estaba ingresado en el hospital y no le dejaban salir ni siquiera para algo tan relevante como ir a por "el Árbol". ¡Sólo quedaban dos días! ¿Qué sucedería entonces? se preguntaba el pequeño Jaime preocupado ¿Y si Santa Claus se perdía? ¿Pasaría de largo la Navidad?
El chiquillo decidió que no podía correr ese riesgo. Debía solucionarlo. ¿A quién recurrir? ¿A su padre? Mejor no, había días que llegaba tan tarde de trabajar que ni le veía y, cuando lo hacía, lo único que le preguntaba era si se había portado bien y se había aplicado en las lecciones para hacerse un hombre de provecho. Nunca jugaba con él y, aunque sabía que le quería, el niño tenía con frecuencia la sensación de que le molestaba.
Se acercó a la cocina. Su madre cortaba unas verduras para añadírselas al pollo que esperaba su turno para el horno.
- Mamá, hay que ir a por el Árbol - le comentó.
- Mañana - le respondió ella, sin perder de vista el afilado cuchillo, y también sin demasiada convicción en la voz.
El chiquillo se quedó tranquilo. Mañana era Nochebuena. Eso significaba que para Navidad tendrían un precioso abeto decorado y lleno de regalos. Se encargaría él mismo de colocarlo todo ¿Quedaría tan bonito como cuándo lo hacía el abuelo? Procuraría acordarse bien de dónde iba cada pieza y, una vez que estuviese listo ¿quién le ayudaría a poner la estrella en la punta?
Al día siguiente el niño se levantó lleno de ilusión. Corrió a la habitación de sus padres que aún dormían.
- Mamá, mamá, ¡levántate ya! Recuerda que tenemos que ir a buscar el Árbol.
La madre se dio la vuelta. Miró el despertador de reojo ¡Las 7 de la mañana! ¡Qué sueño!
- ¡Jaime!- gruñó- ¡vuelve a la cama inmediatamente!
El pequeño sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas pero no se atrevió a desobedecer. Cabizbajo, se metió de nuevo en su cama. Lo intentó por todos los medios pero no pudo dormirse de nuevo. El tiempo se le hizo eterno. Persiguió la luz que entraba por la ventana y que proyectaba sombras cada vez más cortas y oscuras. Jaime las miró según avanzaban por la habitación: empezaron en la pared y desde allí bajaron hasta al trozo de suelo a los pies de su cama. Luego ascendieron por la colcha, deformes y sinuosas. Lentamente, reptaron entre los dibujos y se acercaron hacia él. ¿Y si le alcanzaban? Asustado, se resguardó debajo de las sábanas.
Le despertó el sonido el teléfono seguido del de las zapatillas de su madre sobre la tarima. Escuchó el murmullo de su voz al responder a la llamada, esperó al click del auricular al colgar y se asomó esperanzado a la puerta.
- ¡Mamá! ¿ya nos vamos?
La madre se detuvo con gesto serio y le miró fijamente a los ojos. Eso era algo que solía hacer cuando le regañaba. ¿Acaso había hecho algo mal?
- Era una llamada del hospital. El abuelo está peor y tengo que irme.
Claro que el abuelo estaba peor. ¿Cómo iba a estar bien sin su árbol mágico?
- Y papá ¿querrá llevarme él a por el árbol?
- No puede, tiene mucho trabajo así que no le molestes. Vístete y desayuna. Después, lo mejor será que leas hasta que yo vuelva. No hagas ruido para que casi ni sepa que estás aquí.
- De acuerdo - accedió el niño.
Al poco rato escuchó como su madre salía por la puerta y su padre se metía en el despacho y se encerraba allí. Se le ocurrió una idea. ¡Iría él mismo a buscar el árbol! Sería un hombre tan de provecho como su abuelo.
¿Dónde podría conseguir un árbol mágico? Sin duda el mejor sitio sería el parque al que iba a jugar. Allí el abuelo y él habían plantado algunos de los viejos abetos al terminar las fiestas. Rescataría uno de esos árboles. Tras decidir el plan, cogió su cubo más grande, su mejor pala, las llaves de emergencias y salió sin hacer ruido.
Era la primera vez que paseaba sólo por la calle. Podía haber sentido miedo pero en realidad lo que se sintió fue mayor e importante. Esperó el semáforo y cruzó con cuidado. Entró en el parque y miró los jardines. ¡Qué árboles tan grandes! ¿Dónde estaría su precioso abeto del año anterior? Recorrió despacio los caminos hasta que le pareció verlo en un rincón. Estaba un poco mustio, las agujas estaban descoloridas y las ramas un poco caídas. Aún así seguía siendo muy bonito. Recordó cómo lo habían extraído de su maceta. Cavó alrededor hasta que la tierra cedió. Lo balanceo lentamente, con delicadeza, hasta que el arbolillo se liberó. Se pinchó un poco al agarrarlo, y eso a pesar de los guantes. Lo colocó con cuidado dentro del cubo y lo rellenó con tierra para sujetarlo.
Regresó a casa despacio. El abeto no era demasiado grande pero aún así el cubo, lleno de tierra, pesaba bastante y las ramas le arañaban. Cuando ayudaba al abuelo todo parecía mucho más sencillo, sin embargo llevarlo él solo le estaba costando mucho trabajo.
Abrió la puerta con cuidado. El despacho de su padre seguía cerrado, no parecía haberse dado cuenta de nada. Por el momento lo mejor sería esconder el árbol y darles la sorpresa una vez decorado. Para evitar dejar tierra por el pasillo, antes de entrar en casa optó por dejarlo en el jardín, en una esquina entre las plantas más altas de su madre. Comprobó que quedaba bien oculto. Luego se sacudió bien las botas y, según entró en casa, se fue directamente al baño para lavarse. Al cabo de un rato oyó llegar a su madre y corrió a recibirla.
- ¿Qué tal el abuelo?- le preguntó.
- Regular - le contestó mientras le abrazaba. - Tienes que ser valiente - añadió muy seria.
¡Valiente! ¡Por supuesto que él era valiente pero aún lo sería más si el abuelo lo necesitaba! Ya sabía cómo demostrárselo. Esa noche, cuando sus padres se acostasen, saldría de nuevo y le llevaría el árbol para darle una sorpresa.
Cogió un libro para calmarse. Además, eso siempre les gustaba a los mayores. La realidad era que su padre estaba tan abstraído y su madre tan agobiada que apenas le prestaron atención. Sin embargo apenas fue capaz de leer unas líneas. Las letras bailaban tan inquietas como él mismo sobre la página. Aquella noche, cuando su madre le dio el beso de buenas noches le dijo que había sido un niño tan bueno que seguro que al día siguiente Papá Noel le habría dejado un precioso regalo y que sin dudad comprendería por qué esta vez faltaba el Árbol. El pequeño sonrió, feliz con su secreto, y le devolvió el beso. ¡Ni Papá Noel ni el abuelo iban a quedar decepcionados esa noche! Su madre entornó la puerta y él se dedicó a esperar.
¡Qué largas le parecieron las horas hasta que finalmente la casa se quedó a oscuras! Jaime se vistió en silencio, sacó del armario la bolsa de adornos navideños y la guardó en su mochila para llevarla cómodamente a la espalda. Recogió el árbol del jardín y salió a la calle. El mundo parecía un lugar muy diferente bajo los faroles. Para evitar perderse, siguió las indicaciones de las esquinas hasta que llegó al hospital. Afortunadamente sabía dónde encontrar al abuelo porque había ido una única vez de visita, luego no habían querido llevarle más. Los pasillos estaban desiertos. Oyó voces de cenas navideñas. ¡También los médicos y las enfermeras hacían fiesta! ¡Qué bien! ¡Podría pasar sin ser visto!
El abuelo dormía. Se acercó a él. Le cogió la mano y le dio un beso. Su frente ardía. Debía de ser por el calor del hospital.
- Abuelo ¡despierta! Soy Jaime.
Sintió una leve presión en sus dedos. Sin embargo el anciano no abrió los ojos.
- Te he traído el Árbol, para que lo veas mañana al despertarte.
El abuelo siguió dormido. Se le veía muy cansado, pálido y algo demacrado. Jaime apoyó el cubo sobre el suelo, vació la mochila y repartió con gran esmero los adornos en las ramas. El abeto parecía revivir con cada nueva figura. Bajo los reflejos de las bolas las agujas de las ramas recuperaron su intenso color verde y al repartir el espumillón le pareció que se estiraba. ¡Ya sólo quedaba la estrella! ¿Llegaría él solo hasta la punta? El abuelo siempre le izaba en brazos para colocarla lo más alto posible.
Jaime sintió que le agarraban suavemente por la cintura y se elevaba por los aires. Tocó la cúspide del abeto y colocó sobre él la gran estrella. El árbol se iluminó con una radiante luz dorada salpicada de destellos multicolores. El chiquillo notó unos brazos que le apretaban en un abrazo. Levantó la cabeza y vio el rostro de su abuelo que les sostenía y sonreía feliz. Jaime se abrazó a él con fuerza y se quedó dormido.
Al día siguiente el niño se despertó al lado del anciano que le contemplaba con cariño. Ya no hacía ruidos raros sino que respiraba suavemente y a un ritmo regular ¡jo...jo...jo! Tampoco le ardía la frente ni tenía las manos frías. El pequeño cogió una de aquellas manos, grandes y cálidas, sintió su recia firmeza y se acurrucó, relajado y tranquilo, junto a su dueño. Abuelo y nieto miraron a su alrededor y ambos suspiraron satisfechos. Al lado de la cama, rodeado por un sinnúmero de regalos, el abeto navideño resplandecía.