lunes, 31 de diciembre de 2012

Recuerdos

Vladimir Volegov
The past beats inside me like a second heart. 
John Banville

Hay momentos en los que te asaltan los recuerdos. Son instantes dulces, en los que se regresa a un lugar lejano en el tiempo o en el espacio, o se revive algún episodio del que forma parte algún ser querido. Son vívidos bucles del pasado, recreado hasta en sus más mínimos detalles y sensaciones. Ilustran la frase de que nadie muere en realidad mientras aún viva en la memoria de otro. Sorprenden por su carácter fortuito y su intensidad. Se acompañan de la ilusión de refrescar aquella vivencia, de recuperar el contacto perdido. Son siempre demasiado breves y dejan tras de sí un poso agridulce de nostalgia.

Al escribir se traen al presente multitud de esos maravillosos recuerdos y, en ocasiones, estos dan la entrada a una riada de memorias que arrastran otras que, de otro modo, podrían haber permanecido ocultas en  algún rincón de la mente, sin ver nunca la luz. Resulta reconfortante y sería fácil caer en la tentación de refugiarse en el hermoso pasado. En realidad sucede lo contrario. El presente se mira con otros ojos, se presta atención a los pequeños detalles, se guardan, y hasta se apuntan mentalmente. Se intenta captar la esencia de cada cosa, lo verdaderamente importante. Luego todo se estudia, se procesa y se analiza dentro de cada persona y cada contexto. El tiempo es efímero pero la memoria no. Atesorar los instantes más conmovedores produce una extraña y alegre felicidad.

Al sorprender una memoria entrañable, nace también el deseo de afianzarla y no soltarla. Por desgracia cualquier distracción puede provocar que ese momento se esfume e, igual que ha venido, se pierda de nuevo entre los remolinos del pensamiento. Sin embargo, esa frágil imagen que parecía olvidada y que ha surgido del fondo de la mente de manera repentina e inconsciente, se queda ahí, latente y casi tangible, para reaflorar en el futuro de forma inesperada. En esta segunda aparición se la reconoce de inmediato, cuando es aún apenas una idea nebulosa. Consciente de su valor se aferra con uñas y dientes para grabarla en tinta, compartirla y guardarla de ese modo entre los recuerdos no sólo propios sino también de otros. Esas historias memorables, a veces poco más que un esbozo, se completarán con la visión de esos otros y pasarán a formar parte indivisible de la intimidad de la familia.

sábado, 29 de diciembre de 2012

"Desencuentro con desaprensivos" por hermanísima

Un relato de un hecho real acaecido a hermanísima y narrado por ella para desahogarse. ¡Pobre, qué mal rato! Aún estaba hecha un flan cuando he hablado con ella. Creo que conviene divulgarlo para estar prevenidos. 

Hay veces que como decía Sabina "el diablo va y se pone de tu parte". Es posible que realmente tengamos un instinto de supervivencia que se acentúa en momentos claves, o quizás es tan sólo que las cosas tienen que pasar de una determinada manera porque sí y punto.

El caso es que salía radiante de la peluquería con mis mechas recién dadas, estrenando melena, la autoestima por las nubes y el humor también. Me meto tranquilamente en el coche después de comprobar el "what's up" y mandarle a mi marido una foto de mi nuevo look y es entonces cuando me doy cuenta de que delante de mí hay un coche semiplano (de esos que llevan los macarras), tuneado y negro a rabiar, muy limpito y completamente pegado al mío. ¡Menos mal que no tengo a nadie detrás y dispongo de hueco de sobra para hacer mi maniobra sin ningún problema por ese camino! Meto la marcha atrás, me separo, salgo un poquito, giro el volante, primera y...me percato de que dos calvos con cara de pocos amigos vienen directos hacia mí.

No tengo ni idea de cómo lo hice pero, instintivamente, con el codo izquierdo bajé el seguro de mi puerta que cierra todos los demás. El más delgado de los gorilas, me empieza a decir que le he abollado el coche y que baje la ventanilla. La bajo una chispa, le aseguro que yo no he tocado su coche y que además ese no era el que estaba cuando yo llegué (había un coche rojo). El macarra en cuestión intercambia una mirada, que yo no sabría interpretar, con su amigo (gracias a Dios no me han educado para entender a esa gentuza) y sigue erre que erre con que le he dado en el parachoques. Le explico que no, que igual se ha golpeado él al dar marcha atrás al meterlo etc, etc pero nada. Como veo que la cosa no avanza, decido moverme y le digo al "gordo" que se quite o le pillo, hago un poco de ruido con el motor, pero ni se inmuta; el otro me dice que nada de marcharme sin dar un parte, que baje que hay que rellenarlo. Yo ya no sabía si nos habíamos vuelto todos locos o qué ¿cómo vas a hacer un parte de algo que no existe?

Le digo que no me pienso bajar de mi coche y arranco. Obligo al de mi derecha a quitarse y el otro, rabioso, me grita: ¡Qué te jodan! y le da un golpe al retrovisor que lo arranca de cuajo. Aceleré y me largué de allí con los nervios destrozados. Salí a la carreterilla que une Colmenar con la 607 y llamé a mi marido para contarle todo entre sollozos y desvaríos. Pobrecillo, la verdad es que no me paré a pensar en el susto que le debí de dar en el trabajo. Me fui hacia casa, pero en el camino paré en su oficina, le conté todo de nuevo y regresé paseando para eliminar negatividades.

No sé si esta historia le servirá a alguien para ser menos confiado, si hice lo correcto o no, si esto es algo que pasa cada vez más. etc. De lo único de lo que estoy segura es de que lo mejor que he hecho en el 2012 ha sido no abrir esa maldita puerta y no bajarme de mi coche. ¿Quién se puso de mi parte? Quiero pensar que fue mi ángel de la guarda. Espero que en el 2013 pueda tomarse unas vacaciones completas y no tenga que protegerme de ninguna situación semejante que, aparte de un dolor de cabeza horrible, me ha dejado sin un retrovisor en nuestro sufrido Peugeot.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Marina

El mar te conquista. Su encanto es siempre diferente y siempre irresistible. Es igual de hermoso cuando te invita a la calma que cuando descarga toda su violencia en una tormenta. Rebosa vitalidad. Es inabarcable, indomable. Seduce y fascina. No se ajusta a una frontera. Su curiosidad sin límites asciende en una marea incontenible, se desborda e invade la playa para luego recogerse y revelar, brevemente, algunas de sus maravillas sumergidas. En ocasiones su furia asusta... y asombra. Es en esos instantes en los que resulta más sobrecogedor cuando su hechizo se vuelve hipnótico. Respira, late, guarda secretos, es misterioso y susurra historias. El mar sueña, escucha a las estrellas, es un vacío oscuro, un abismo insondable o un camino de espuma que sirve de espejo a la luna.

Marina lleva el mar en sus ojos verde agua. En su mirada combina el encanto y la libertad del océano y deja entrever su brillante vitalidad, su ansia de independencia, su espíritu decidido, espontáneo e impulsivo, y su tormentosa rebeldía adolescente. Su cariño es luminoso, expansivo. Su sonrisa radiante. Posee una fuerza arrolladora que hace honor a su nombre y, al igual que el oleaje, con un simple abrazo, Marina te envuelve, te inunda y te conquista.

¡FELIZ CUMPLEAÑOS MARINA!

jueves, 27 de diciembre de 2012

Príncipes destronados

Llega el primer hijo: ¡una niña!. Es la muñeca de la familia y el centro de atención absoluto de sus inexpertos padres ¡Llora! ¿Qué le pasará? Hambre, gases, sueños, enfermedad, dolor... Se prueba todo y, a veces, nada funciona. ¡Qué desesperación! ¡Le ha salido una erupción! ¿Qué hacer? Correr al pediatra. Se consultan un sinfín de libros, se escuchan otro sinfín de opiniones de amigos y familiares, muchas de ellas con información contradictoria. ¿A quién hacer caso? Dudas, dudas y más dudas. Hay estar siempre pendiente y, pese a todo, la chiquilla sobrevive y supera con éxito los diferentes experimentos pedagógicas (o el instinto de supervivencia es más fuerte que la inexperiencia parental o todas esas teorías tienen algún punto de razón). Una vez pasada la crisis de la primera época, la niña sale reforzada. Su lugar en la familia es firme: siempre será la primogénita, la mayor, la responsable. Nunca perderá ese papel, al contrario, según aumente el número de hermanos se consolidará en su posición: la mayor de los hermanos y la primera en ser considerada "adulta"(evento que generalmente sucede en párvulos o, como muy tarde, en edad escolar)

Aparece el segundo. ¡Es el pequeño! (de momento). Se le otorgan todos los privilegios de un pequeño. Los padres ya han aprendido las lecciones más agobiantes sobre la paternidad con el primero y el segundo lo tienen para disfrutar. Se vuelcan con él. Es un bebé con el que jugar sin inquietarse, para ir despacio, contemplar cada uno de sus pasos, sorprenderse tranquilamente con sus avances. Puede que eso suponga mimarle un poco más que al primero, simplemente porque se ha perdido el miedo. Los padres están seguros y el chiquillo ¡es el Rey de la casa!

Lamentablemente es un reinado transitorio. Sin previo aviso, salvo el que a mamá le engorda la tripa, el pequeño rey pierde su corona, sin posibilidad de exiliarse. De soberano de un divertido reino pasa a ser un vulgar mediano, sin más. Parece un panorama desalentador, pero aún puede ser peor si lo que se encuentra en su antigua cuna no es un solo bebé sino un par de ellos. Los que antes babeaban por él ahora lo hacen por aquellos dos micos que no hacen más que dormir, comer y llorar. Para colmo se harta de oir: ¡Qué monos son y, además, por partida doble!

Los padres experimentan un agobio equiparable al del primer hijo. El tiempo no se multiplica por dos sino que más bien sucede lo contrario: un segundo de despiste supone un doble desaguisado. Los intrusos se convierten en el centro de constante de atención, sin tregua ni perdón. No admiten distracciones. El nuevo mediano pierde bruscamente todo su protagonismo anterior: el tiempo dedicado a él ya no es para jugar sino para las obligaciones que impone la rutina diaria: baño, vestido, comida (al menos hasta que gane autonomía, cuanto antes mejor, y sea capaz de realizarlas él solo).

Le preocupa no saber lo que se espera de él. ¿Cómo se deja de ser el pequeño si sólo puede haber un hermano mayor? ¿Qué significa eso de ser el mediano? Es una tierra de nadie. Hay que abrirse un hueco propio entre la seguridad aplastante del primogénito y ese par de advenedizos recién llegados, aparentemente inocentes y que en realidad son unos peligrosísimos ladrones de privilegios. ¿Un hueco? ¿Cómo? ¿Dónde? No posee la fuerza del mayor, no ha sido sometido a la misma serie de pruebas, hasta ahora su vida había transcurrido entre algodones. No es mayor, no es pequeño y, por mucho que se esfuerce, no entiende lo de verse relegado a mediano. ¿Por qué? Si él no ha hecho nada para merecerlo ni, por supuesto, tampoco ha pedido ese cambio. ¡Está totalmente perdido e incluso un poco angustiado!

Son precisamente los mismos que le han usurpado el trono los que le asignarán un nuevo territorio. En cuanto empiezan a tener uso de razón intuyen que él ha sido pequeño antes que ellos y, por lo tanto, se convierte en su modelo a imitar. El mayor es un caso aparte, independiente y distante, que nunca ha sido pequeño. No les vale para identificarse. Sin embargo, a su hermano inmediato no sólo le admiran, sino que le adoran, desean su cariño, jugar con él, parecerse a él. Por encima de la del resto, se sienten felices al conseguir su atención. Los pequeños príncipes de la casa le erigen en su héroe indiscutible, lo convierten en su ídolo, el favorito de todo el Reino.

¡MUCHAS FELICIDADES! (especialmente de tu encantadora tía y, por supuesto, también mías)

miércoles, 26 de diciembre de 2012

Hábito cinegético

Se me ha estropeado el reloj (y era el de repuesto, ahora llevo uno que House me ha cedido amablemente), por lo que me acerqué al barrio de Salamanca a dejarlo en la preciosa joyería en la que mi amante esposo me lo compró. Allí me he llevado la agradable sorpresa de que, además, estaba en garantía. Ahora sólo me queda armarme de paciencia mientras espero que en la casa puedan ocuparse de él, con las fiestas creo que va para largo.

He aprovechado la visita a ese lujoso barrio para hacer unas compras. Hay cosas que no se encuentran en todas partes y que sin embargo por allí son fácil de hallar. Todas, claro, menos el lemoncello que le gusta a House, que tienen habitualmente entre las gourmandisses de Lunch and Dinner. El problema es que con la moda de los Gin Tonics, últimamente han sustituido todo su repertorio alcohólico para dedicarlo exclusivamente a la ginebra. Entre los sacrificados se encuentra precisamente ese lemoncello, del que ya no les quedaba ni un solo resto (creo que fui yo la que se llevó la última botella en otro viaje). Esto me obligará a regresar otro día a la zona para recorrerla a fondo y buscar hasta debajo de las piedras para descubrirlo (seguro que por alguna parte aparecerá). Por si acaso me sonreía la suerte, a continuación me he pasado por Lavinia para investigar. Con las fiestas estaba hasta los topes, pero el servicio es muy eficaz y la cola no ha sido eterna. El surtido de todo lo no derivado de la uva es reducido, excepto el de ginebras que también es bastante variado, así que no he tenido éxito en mi empresa (no tenían de ese lemoncello ni de ningún otro). Justo enfrente de Lavinia está La Distribuidora y esa ha sido la razón por la que no he podido proseguir mis pesquisas. Aunque allí no iba a hallar el lemoncello, he pasado a cotillear (es una tienda ideal para ello, tienen todo tipo de tonterías). Ya se sabe que la curiosidad tiene un precio y en este caso ha sido el de un nuevo cubo de basura, ya sé que es algo prosaico pero eso no lo convierte en menos necesario, con dos secciones para lo orgánico y el reciclaje, lo había incluso con tres pero resultaba excesivamente aparatoso. Pese a que mi prototipo tenía un tamaño más moderado que la versión gigante, no me permitía caminar cómodamente por la calle mientras cargaba con semejante volumen, así que no me ha quedado más remedio que emprender el regreso a casa.

El dichoso trasto me ha obligado a andar despacio, y a detenerme con cierta frecuencia para cambiar su peso, y sus aristas, de posición. Supongo que por ese motivo me han llegado retazos de una conversación pija que tenía lugar casi a la entrada del parking de la Plaza del Marqués de Salamanca (al que he llegado con poca o ninguna paciencia, aunque para la estupidez carezco por completo de reservas). Con el clásico acento nasal característico de los "to me huele" una chica se burlaba del atuendo de una ¿amiga? a la que se había encontrado. Está claro que lo que no se había agotado era mi curiosidad malsana por lo que le he echado un vistazo al modelo de ese indudable icono de la moda. Cual no sería mi sorpresa cuando he descubierto que le faltaban el caballo y la carretilla para ir perfectamente conjuntada: chaqueta guateada y encerada, pantalones de montar (azules eso sí, para ser original), botas Wellington de esa marca tan de moda que ha convertido a las katiuskas de toda la vida en un atraco de casi 200 euros como si fuesen unos finos escarpines de exclusivo diseño italiano. Las susodichas botas, con la etiqueta en lugar visible, eran también azules, aunque  un poco más oscuras que el pantalón. Me pregunto si serán transpirables. Si no es así no me quiero ni imaginar las consecuencias ¿Traerán incluido en el precio un viaje a la húmeda campiña inglesa para ponerlas a prueba?

Por desgracia ese tipo de vestimenta es un uniforme habitual en ese elegante barrio, en el que los más caros diseñadores compiten con las lujosas tiendas de moda ecuestre y de complementos de pesca y caza. Por supuesto, muchos de sus clientes no han pisado jamás un establo ni tocado un animal, fuera de un yorkshire, en su vida. Otra alternativa es que ese atuendo sea imprescindible para subirse al Cayenne, ese todoterreno que tampoco ha conocido más superficie que la del asfalto. La temperatura era bastante agradable, el cielo estaba totalmente despejado y el sol de invierno lucía tan radiante como puede hacerlo en un día claro de diciembre. No he encontrado justificación alguna a la necesidad de esas botas en las cuidadas aceras del barrio.  En la granja habrían hecho furor, aunque no sé si no habría sido un crimen acarrear la paja sucia de los caballos con ellas puestas.

No he llegado a enterarme del atentado contra los dictados de la moda de la supuesta amiga, sólo he captado algo sobre unas botas blancas antes de dejar de prestar atención. Supongo que, además, ¡horror de los horrores! serían de piel. ¡Qué espanto! El caso es que ya lo dice el refrán: la paja en en ojo ajeno y la viga en el propio. No tengo claro si el séquito de amigos, del que nuestra protagonista se había autoerigido en reina, se reía de la amiga o de ella (aunque no les faltaban motivos, mucho me temo que lo hacían de la primera). Para compensar la injusticia, yo lo hago de la segunda (no dudo que en vista de las amistades que se gastan por esos lares, alguno de los que la rodeaba me imitará a no mucho tardar).

martes, 25 de diciembre de 2012

La magia del Árbol

Cada Nochebuena Santa Claus vuela en su Trineo mágico envuelto por millones y millones de titilantes estrellas. En el mismo instante en el que se eleva, surge un camino de luz, hecho de un sinfín de puntos diminutos y brillantes, sobre la faz de la Tierra. Las estrellas salen de los confines del cielo para coronar los Abetos navideños. Con sus reflejos de oro, plata y cristal dibujan la senda sobre la que navegaran los renos durante el mágico viaje. Cada árbol se transforma así en un faro muy especial. Al expandir sus ramas iluminadas en toda su longitud, le arañan tiempo al tiempo. Los adornos que los niños prenden en ellas con toda su ilusión, se agitan y liberan de su interior los deseos allí guardados. Hay música en el aire, notas hechas de cristal y de secretos susurrados. Como un villancico más, las canciones sonarán a lo largo de toda la noche y Papá Noel, al escucharlas, las transformará en regalos, e incluso en algún milagro.

Todos los años el abuelo se encargaba de escoger el árbol adecuado para la Navidad. No le servía cualquier abeto, tenía que ser "el Árbol". Acompañado por su nietecillo, Jaime, recorrían entusiasmados todos los jardines y viveros de la ciudad. Aunque a veces hacía mucho frío, la mano del abuelo siempre estaba caliente y el niño nunca sentía el frío a su lado. En ocasiones los copos de nieve se les pegaban a las pestañas antes de cristalizarse en las ramas de los árboles y convertirlos en frágiles formas escarchadas, tan ligeras que parecían estar talladas con las mismísimas nubes. Seguro que las alas de los ángeles tenían ese aspecto, pensaba Jaime. La elección era difícil, había muchísimos árboles, a cual más hermoso. No obstante el abuelo era sabio y siempre descubría el abeto mágico, uno que recordaba a él mismo: sereno, sencillo y acogedor, bajo el cual aparecerían los más maravillosos regalos en la mañana de Navidad.

Sin embargo, este año, el abuelo estaba ingresado en el hospital y no le dejaban salir ni siquiera para algo tan relevante como ir a por "el Árbol". ¡Sólo quedaban dos días! ¿Qué sucedería entonces? se preguntaba el pequeño Jaime preocupado ¿Y si Santa Claus se perdía? ¿Pasaría de largo la Navidad?
El chiquillo decidió que no podía correr ese riesgo. Debía solucionarlo. ¿A quién recurrir? ¿A su padre? Mejor no, había días que llegaba tan tarde de trabajar que ni le veía y, cuando lo hacía, lo único que le preguntaba era si se había portado bien y se había aplicado en las lecciones para hacerse un hombre de provecho. Nunca jugaba con él y, aunque sabía que le quería, el niño tenía con frecuencia la sensación de que le molestaba.
Se acercó a la cocina. Su madre cortaba unas verduras para añadírselas al pollo que esperaba su turno para el horno.
- Mamá, hay que ir a por el Árbol - le comentó.
- Mañana - le respondió ella, sin perder de vista el afilado cuchillo, y también sin demasiada convicción en la voz.
El chiquillo se quedó tranquilo. Mañana era Nochebuena. Eso significaba que para Navidad tendrían un precioso abeto decorado y lleno de regalos. Se encargaría él mismo de colocarlo todo ¿Quedaría tan bonito como cuándo lo hacía el abuelo? Procuraría acordarse bien de dónde iba cada pieza y, una vez que estuviese listo ¿quién le ayudaría a poner la estrella en la punta?

Al día siguiente el niño se levantó lleno de ilusión. Corrió a la habitación de sus padres que aún dormían.
- Mamá, mamá, ¡levántate ya! Recuerda que tenemos que ir a buscar el Árbol.
La madre se dio la vuelta. Miró el despertador de reojo ¡Las 7 de la mañana! ¡Qué sueño!
- ¡Jaime!- gruñó- ¡vuelve a la cama inmediatamente!
El pequeño sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas pero no se atrevió a desobedecer. Cabizbajo, se metió de nuevo en su cama. Lo intentó por todos los medios pero no pudo dormirse de nuevo. El tiempo se le hizo eterno. Persiguió la luz que entraba por la ventana y que proyectaba sombras cada vez más cortas y oscuras. Jaime las miró según avanzaban por la habitación: empezaron en la pared y desde allí bajaron hasta al trozo de suelo a los pies de su cama. Luego ascendieron por la colcha, deformes y sinuosas. Lentamente, reptaron entre los dibujos y se acercaron hacia él. ¿Y si le alcanzaban? Asustado, se resguardó debajo de las sábanas.
Le despertó el sonido el teléfono seguido del de las zapatillas de su madre sobre la tarima. Escuchó el murmullo de su voz al responder a la llamada, esperó al click del auricular al colgar y se asomó esperanzado a la puerta.
- ¡Mamá! ¿ya nos vamos?
La madre se detuvo con gesto serio y le miró fijamente a los ojos. Eso era algo que solía hacer cuando le regañaba. ¿Acaso había hecho algo mal?
- Era una llamada del hospital. El abuelo está peor y tengo que irme.
Claro que el abuelo estaba peor. ¿Cómo iba a estar bien sin su árbol mágico?
- Y papá ¿querrá llevarme él a por el árbol?
- No puede, tiene mucho trabajo así que no le molestes. Vístete y desayuna. Después, lo mejor será que leas hasta que yo vuelva. No hagas ruido para que casi ni sepa que estás aquí.
- De acuerdo - accedió el niño.
Al poco rato escuchó como su madre salía por la puerta y su padre se metía en el despacho y se encerraba allí. Se le ocurrió una idea. ¡Iría él mismo a buscar el árbol! Sería un hombre tan de provecho como su abuelo.

¿Dónde podría conseguir un árbol mágico? Sin duda el mejor sitio sería el parque al que iba a jugar. Allí el abuelo y él habían plantado algunos de los viejos abetos al terminar las fiestas. Rescataría uno de esos árboles. Tras decidir el plan, cogió su cubo más grande, su mejor pala, las llaves de emergencias y salió sin hacer ruido.
Era la primera vez que paseaba sólo por la calle. Podía haber sentido miedo pero en realidad lo que se sintió fue mayor e importante. Esperó el semáforo y cruzó con cuidado. Entró en el parque y miró los jardines. ¡Qué árboles tan grandes! ¿Dónde estaría su precioso abeto del año anterior? Recorrió despacio los caminos hasta que le pareció verlo en un rincón. Estaba un poco mustio, las agujas estaban descoloridas y las ramas un poco caídas. Aún así seguía siendo muy bonito. Recordó cómo lo habían extraído de su maceta. Cavó alrededor hasta que la tierra cedió. Lo balanceo lentamente, con delicadeza, hasta que el arbolillo se liberó. Se pinchó un poco al agarrarlo, y eso a pesar de los guantes. Lo colocó con cuidado dentro del cubo y lo rellenó con tierra para sujetarlo.
Regresó a casa despacio. El abeto no era demasiado grande pero aún así el cubo, lleno de tierra, pesaba bastante y las ramas le arañaban. Cuando ayudaba al abuelo todo parecía mucho más sencillo, sin embargo llevarlo él solo le estaba costando mucho trabajo.
Abrió la puerta con cuidado. El despacho de su padre seguía cerrado, no parecía haberse dado cuenta de nada. Por el momento lo mejor sería esconder el árbol y darles la sorpresa una vez decorado. Para evitar dejar tierra por el pasillo, antes de entrar en casa optó por dejarlo en el jardín, en una esquina entre las plantas más altas de su madre. Comprobó que quedaba bien oculto. Luego se sacudió bien las botas y, según entró en casa, se fue directamente al baño para lavarse. Al cabo de un rato oyó llegar a su madre y corrió a recibirla.
- ¿Qué tal el abuelo?- le preguntó.
- Regular - le contestó mientras le abrazaba. - Tienes que ser valiente - añadió muy seria.
¡Valiente! ¡Por supuesto que él era valiente pero aún lo sería más si el abuelo lo necesitaba! Ya sabía cómo demostrárselo. Esa noche, cuando sus padres se acostasen, saldría de nuevo y le llevaría el árbol para darle una sorpresa.
Cogió un libro para calmarse. Además, eso siempre les gustaba a los mayores. La realidad era que su padre estaba tan abstraído y su madre tan agobiada que apenas le prestaron atención. Sin embargo apenas fue capaz de leer unas líneas. Las letras bailaban tan inquietas como él mismo sobre la página. Aquella noche, cuando su madre le dio el beso de buenas noches le dijo que había sido un niño tan bueno que seguro que al día siguiente Papá Noel le habría dejado un precioso regalo y que sin dudad comprendería por qué esta vez faltaba el Árbol. El pequeño sonrió, feliz con su secreto, y le devolvió el beso. ¡Ni Papá Noel ni el abuelo iban a quedar decepcionados esa noche! Su madre entornó la puerta y él se dedicó a esperar.
¡Qué largas le parecieron las horas hasta que finalmente la casa se quedó a oscuras! Jaime se vistió en silencio, sacó del armario la bolsa de adornos navideños y la guardó en su mochila para llevarla cómodamente a la espalda. Recogió el árbol del jardín y salió a la calle. El mundo parecía un lugar muy diferente bajo los faroles. Para evitar perderse, siguió las indicaciones de las esquinas hasta que llegó al hospital. Afortunadamente sabía dónde encontrar al abuelo porque había ido una única vez de visita, luego no habían querido llevarle más. Los pasillos estaban desiertos. Oyó voces de cenas navideñas. ¡También los médicos y las enfermeras hacían fiesta! ¡Qué bien! ¡Podría pasar sin ser visto!
El abuelo dormía. Se acercó a él. Le cogió la mano y le dio un beso. Su frente ardía. Debía de ser por el calor del hospital.
- Abuelo ¡despierta! Soy Jaime.
Sintió una leve presión en sus dedos. Sin embargo el anciano no abrió los ojos.
- Te he traído el Árbol, para que lo veas mañana al despertarte.
El abuelo siguió dormido. Se le veía muy cansado, pálido y algo demacrado. Jaime apoyó el cubo sobre el suelo, vació la mochila y repartió con gran esmero los adornos en las ramas. El abeto parecía revivir con cada nueva figura. Bajo los reflejos de las bolas las agujas de las ramas recuperaron su intenso color verde y al repartir el espumillón le pareció que se estiraba. ¡Ya sólo quedaba la estrella! ¿Llegaría él solo hasta la punta? El abuelo siempre le izaba en brazos para colocarla lo más alto posible.

Jaime sintió que le agarraban suavemente por la cintura y se elevaba por los aires. Tocó la cúspide del abeto y colocó sobre él la gran estrella. El árbol se iluminó con una radiante luz dorada salpicada de destellos multicolores. El chiquillo notó unos brazos que le apretaban en un abrazo. Levantó la cabeza y vio el rostro de su abuelo que les sostenía y sonreía feliz. Jaime se abrazó a él con fuerza y se quedó dormido.

Al día siguiente el niño se despertó al lado del anciano que le contemplaba con cariño. Ya no hacía ruidos raros sino que respiraba suavemente y a un ritmo regular ¡jo...jo...jo! Tampoco le ardía la frente ni tenía las manos frías. El pequeño cogió una de aquellas manos, grandes y cálidas, sintió su recia firmeza y se acurrucó, relajado y tranquilo, junto a su dueño. Abuelo y nieto miraron a su alrededor y ambos suspiraron satisfechos. Al lado de la cama, rodeado por un sinnúmero de regalos, el abeto navideño resplandecía.

Christmas Memories

Este regalo de Navidad me ha llegado por correo (al parecer Papá Noel se ha actualizado. ¿Tendrá un blog?). Ha sido idea de unos duendes entrañables. ¡Gracias! Es precioso.

El viaje de Santa Claus



“El viaje de Santa Claus”

Dan las doce de la noche
en el viejo reloj de la torre.
En cada tañido, un reno
se engancha en el Gran Trineo.

Santa Claus, desde el pescante,
da ¡por fin! la orden de avance.

Los esquíes se deslizan
sobre la nieve del Polo,
se despegan del frío hielo
para elevarse en el cielo.

Ilusiones de eterna infancia
flotan en su estela blanca,
se derraman en presentes
sobre los niños que duermen.

La Magia detiene el tiempo
en la Noche de los sueños.

A la mañana siguiente
reunidos bajo el Abeto
se comparten los deseos
entre envoltorios y besos.

¡Jo, jo, jo! ¡Es Navidad!
y el mundo respira ¡Felicidad!

lunes, 24 de diciembre de 2012

Pasado, presente y futuro en Navidad

Era el mejor de los tiempos, en el peor de los tiempos. Era el tiempo para los recuerdos, el tiempo para las reuniones. El tiempo de revivir el pasado, de devolver las tradiciones al presente y de guardarlas para el futuro. El tiempo de regresar a la infancia y a la juventud. El tiempo de sentir alrededor de la mesa la compañía de los que no vemos pero que viven en nuestros corazones y que afloran entre las palabras y los gestos de todos y cada uno de nosotros. Un tiempo hecho de instantes recuperados de viejas historias y de música que arrastra imágenes. De un viejo tango del que oímos tanto como si, en su momento, lo hubiésemos visto bailar. De figuras que surgen en la memoria y quedan suspendidas en el aire. Es un tiempo dulce y nostálgico, de evocar felices recuerdos y dar origen a otros nuevos, igual de inolvidables.

Son días de trajín, de un presente de prisas, de minutos en los que da tiempo a todo y a nada, de interminables preparativos, de colocar las cosas y de que el espacio de la habitación se expanda y acoja a todo el mundo. Es el tiempo de envolver las ilusiones en abrazos. De pasear bajo el frío de las calles entre el calor de la gente. De iluminar la alegría con luces de colores. De llevar el bosque a casa. De dar la vuelta al mundo en una noche. De compartir la añoranza en un abrazo y en un brindis. Es tiempo de noches de paz, con las manos enlazadas y música de villancicos. De repicar de panderetas y del azar, sordo y húmedo, de las zambombas.

Es el tiempo sin temporalidad, en el que todo confluye, que transcurre sin relojes, sin más horas que las de las doce campanadas que señalan un final pasado y el principio de un futuro. Un tiempo de sueños, de emociones, de propósitos, de deseos. Un tiempo universal y eterno, marcado por las estrellas.

sábado, 22 de diciembre de 2012

BIZCOCHO DE TURRÓN

Aunque soy muy golosa, en Navidad me gusta el mazapán y el turrón de yema tostada y prescindo del resto de los dulces de esas fechas. A House le chifla el guirlache bueno, sobre todo si lleva anisicos de colores, que era como lo hacía su abuela y, a veces, nos tomamos un trocito de turrón duro (aunque sólo si consiste en almendras pegadas unas con otras sin apenas blanco entre medias).

Al final de las fiestas siempre queda alguna tableta de turrón blando pululando por casa que puede pasarse en su caja todo el resto del año. Lo único que cambia es su lugar en la encimera. Al cabo de los meses, a base de contemplarla y quitarla de en medio, mientras le buscaba un inexistente hueco en el que estorbase menos, pensé en utilizarla para elaborar algún tipo de postre. Podría haberla metido en uno de los armaritos, aunque en ese caso se habría pasado allí el resto de su vida útil, y parte de la inútil, completamente olvidada hasta que se nos ocurriese revisar su contenido. Se me ocurrieron diversas opciones para darle uso: disolverla con un poco de leche y un sobre de cuajada para rellenar una base de tartaleta que luego, incluso, podría haber cubierto con una segunda capa de la misma mezcla pero hecha con chocolate negro para conseguir un pastel bicolor, también ideé el cómo prepararla a modo de mousse e incluso me imaginé una versión de cheesecake de turrón, en la que sustituiría la maicena y la leche condensada por mi tableta. Finalmente me decanté por un amago de bizcocho. Me basé para ello en una receta de tarta de almendras de la abuela de una amiga para la que se necesitan ni más ni menos que 9 claras montadas a las que había que añadir las almendras y azúcar, y también puse parte de mi receta de tarta de Santiago, que es parecida aunque sólo usa 3 huevos, eso sí: enteros y sin montar. Mi razonamiento fue que, a fin de cuentas, el turrón es eso: almendras, azúcar y miel- Si funcionaba en los otros casos ¿por qué no iba a tener éxito con mi invento?

La primera vez que hice esta receta fue por mi cumpleaños. Aproveché que el pobre House estaba de guardia para poner la cocina manga por hombro y encender el horno, a pesar de que ya había empezado a hacer calor. Una cosa es cocer el pastel y otra es también hacer lo propio con House, cosa que no recomiendo en absoluto. Estuve pendiente de la evolución de mi obra y, aunque no me gusta abrir el horno con los bizcochos en los primeros 20 minutos, no me quedó más remedio que hacerlo en este caso porque se cuajó por encima y eso no le permitía subir bien. Con la punta afilada de un cuchillo rompí la fina película que se había formado, lo cubrí con papel de aluminio y continué el proceso hasta que me llegó el aroma a pastel cocido. Comprobé el punto antes de dejarlo enfriar dentro del horno con la puerta entreabierta. Ya a temperatura ambiente, lo empaqueté bien para transportarlo y experimentar el resultado con mis compañeros de hospital. Suponen una amplia muestra de conejillos de indias y están más que dispuestos a colaborar en este tipo de ensayos. El éxito fue demasiado rotundo, House no llegó a probar ni las migas.

BIZCOCHO DE TURRÓN

Ingredientes
1 paquete de Turrón de Jijona (blando)
1 bote de 9 claras del huevo del Mercadona  (en otras marcas, serían unos 300 cc de claras)
1 cucharadita de canela (al helado de turrón de Mari Nieves siempre le añaden canela y ese toque realza todos los sabores y lo convierte en delicioso. Si alguien decide hacer helado en verano con el turrón sobrante, conviene tener en cuenta este detalle).
Unas gotas de esencia de limón (o la ralladura de medio limón, con cuidado de que sea sólo de la parte amarilla para que no amargue)
No lleva harina. 

Elaboración
Triturar bien el turrón junto con 3 claras (unos 100 cc), de otro modo es imposible manejarlo.
Montar el resto de las claras a punto de nieve muy, muy fuerte (mejor hacerlo a temperatura ambiente o sobre un recipiente con agua hirviendo, sin que llegue a tocarlo, para que se queden bien firmes).
Añadir la canela, las gotas de esencia de limón e incorporar con cuidado el preparado de turrón para que no se baje el merengue.

Verter en un molde antiadherente, en mi caso usé uno con forma de corona, y cocer a unos 190º-200º unos 25-30 minutos (precalentar el horno previamente). Con el turrón de Jijona no necesité engrasar el molde (con otros turrones o con mazapán sí que hay que untarlo con algo de aceite o mantequilla para evitar que se pegue y se destroce al desmoldarlo).

Colocar la bandeja en una de las zonas más bajas del horno. A los 10 minutos se había formado una película que no dejaba que el bizcocho subiese. Para solucionarlo la rompí con un cuchillo. Corté un círculo paralelo al borde en la superficie (lo mejor es tener la precaución de hacerlo de antemano) y puse otra bandeja en una de las posiciones de arriba para que tapase el calor de arriba y evitar que se arrebatase. Aunque mi horno permite seleccionar diversos modos de calor, en realidad sólo cocina bien cuando lo pongo en una: con calor por arriba y por abajo. Afortunadamente en esa opción no falla y si no sale bien: "mea culpa".

Cuando esté listo se notará por el olor y el precioso color dorado que toma (pinchar para comprobar el punto)
Dejar enfriar dentro del horno para que no se venga abajo.

El resultado fue mejor de lo que me esperaba. Estaba buenísimo. La textura blanda, esponjosa y muy jugosa. No resulta para nada dulzón y pesado como el turrón, sino que conserva su sabor pero es mucho más suave y ligero. En vista del éxito, tendré que repetirlo y llevarlo a alguna celebración familiar. Estoy pensando en probar a hacerlo con turrón de yema tostada, mi favorito (y el de mi padre). Seguro que está aún más rico (al menos para mí).

viernes, 21 de diciembre de 2012

Temperatura psicológica

"Below zero" Robert Hilbert
Mientras en Linares todos nos agazapábamos alrededor de la chimenea del salón, mi tío Pepe se paseaba en mangas de camisa y nos aseguraba, con gran convicción en su voz, que el "frío era algo psicológico". Sin embargo, al alejarnos del fuego para ir al baño, sentíamos que nuestra psique no estaba preparada para enfrentarse a las corrientes de aire y corríamos escaleras arriba con la doble finalidad de entrar en calor y de pasar el mínimo tiempo posible alejados de cualquier fuente de calor. En ocasiones descubríamos aliviados que, alguno de los mayores, tras ducharse, se había dejado allí, triste, sola y abandonada, la única y buscadísima estufa portátil del piso de arriba. Era un aparato pequeño (de ahí su portabilidad), con dos resistencias, aunque la instalación eléctrica de la granja sólo permitía encender una, sobre la que no se podían dejar los calcetines para quitarles la capa de escarcha nocturna porque, aunque lo que se dice calentar, calentaba poco, lo que era carbonizar lo lograba en apenas una fracción de segundo. Si al llegar sin resuello nos encontrábamos con ese preciado objeto, nos apresurábamos a enchufarlo, nos quedábamos a su lado mientras contemplábamos impacientes cómo la resistencia se encendía al rojo y, en ese excepcional calorcillo, aprovechábamos para entretenernos con algún tipo de ablución. Pese a disponer de estufa esa actividad también requería armarse de valor, supongo que se puede considerar que esa es una cualidad que entra dentro de la categoría de lo psicológico. Los grifos del agua caliente y de la fría eran individuales, lo que convertía la acción de lavarse las manos en algo similar a escaldarlas (nadie era tan valiente como para arriesgarse a sufrir los efectos del Raynoud tras congelarse los dedos bajo el chorrito de hielo recién fundido que corría por las cañerías de la fría). El ver aquel calefactor tenía un innegable efecto positivo en nuestra mente y nos bastaba con sentir su calor en los pies, nunca pasaba de ahí, para pensar en enfrentarnos a la desnudez que obligaba un aseo completo.

Por la noche, la psicología nos abandonada, supongo que rendida al cansancio, y para meternos en las heladas camas del piso de arriba, recurríamos a todo lo físico y térmico que se nos ocurría. Así, armados de calcetines de lana, pijamas de felpa, por desgracia sin manoplas ni capucha, y también sin que nos hubiese correspondido en suerte ninguna de las contadas bolsas de agua caliente, nos introducíamos entre las sabanas. La tiritona que se desencadenaba tras esta maniobra no contribuía a que comulgásemos con la sabiduría de mi tío. Eso sí, una vez lográbamos conciliar el sueño, no nos volvíamos a acordar de que nos encontrábamos en una habitación válida para conservar alimentos, claro que tampoco percibíamos el vaho de nuestras respiraciones al exhalar debajo de las mantas. Es posible que inducir el sueño por medio de hipnosis sea una buena psicoterapia para resistir el frío, de hecho los osos, en un alarde de inteligencia práctica, se aplican el cuento e hibernan. La ventaja de ese comportamiento es que ningún animal habría podido atacarnos en el piso de arriba de la granja, al verse allí se habría quedado dormido hasta la primavera para sobrevivir.

Heart of Snow por Edward Robert Hughes
A la vista de este tipo de influencia del ritmo sueño-vigilia sobre la aclimatación, a lo mejor sí que debo darle la razón a mi tío. El principal argumento a su favor es que el frío es una sensación, sin embargo es rebatible con el razonamiento de que no sucede lo mismo con la temperatura, que es objetivable (por distintas escalas). Sin embargo, en función de los hábitos de vida de cada uno, la actitud ante la temperatura exterior es más que variable. Un andaluz a 30º se alegrará de que al fin haya refrescado, un islandés encenderá el aire acondicionado del coche a los 15º y un madrileño, en esos mismos niveles del termómetro, se preguntará a qué esperan en la comunidad de propietarios para poner la calefacción.

En nuestras vacaciones en Estocolmo, al que llegamos un veraniego, cálido y soleado 13 de Septiembre, nos aseguraron que el 14 era el día en el que el tiempo viraba. El sutil cambio sólo supuso un derrumbe de las temperaturas de unos 25º, al que se asoció una gélida galerna polar en toda su crudeza y que convirtió la temperatura de 10º en una sensación térmica de -5ºC (claro que, como cualquier sensación, era puramente psicológica). Recuerdo que aquella mañana dimos un paseo por el centro de Estocolmo, aunque debo confesar que he olvidado lo que vimos (mis neuronas congeladas no podían fijarse en nada, las sinapsis tiritaban y no lograban conectarse mientras mi hipocampo se esforzaba, sin éxito, por barrer de mi memoria cualquier rastro de aquella experiencia, aunque sólo consiguió borrar el paseo, que no el frío). Sé que había casas de color marrón, una valla negra, jardines con árboles y una acera de color gris por la que avanzaban mis pies, que eran casi lo único que veía, mientras caminaba sobre ella, embozada y encogida, en un intento vano de protegerme de las ráfagas de la "fresca brisa". Me gusta pasear por las ciudades, patearlas a fondo, calle a calle, sin embargo en este caso sólo pensaba en llegar a un lugar con techo y cuatro paredes, sin importarme en absoluto el trayecto hasta él. Lo único que deseaba era que fuese lo más corto posible. No sé cómo iban vestidos los suecos, sólo sé que lo que yo llevaba puesto (chaqueta de piel con un grueso forro polar por debajo) no era ni remotamente suficiente.

Donald Zolan
Poco después de aquello leí un artículo de Rosa Montero sobre su visita a Alaska. Aunque algo más agreste que Estocolmo, su impresión fue similar: 10º, viento helado y aire acondicionado encendido en las cafeterías, ante el que se preguntaba que a quién se le había ocurrido siquiera instalarlo. Mientras los habitantes locales sudaban en camiseta, los psicológicamente frioleros manifestaban su dolencia con escalofríos, castañeteo dental y piel de gallina desplumada.

Aunque la psicoterapia sea el remedio definitivo para el frío, de momento prefiero probar su eficacia previamente pertrechada de un buen abrigo, una bufanda, unos guantes y un bonito gorro que mantenga mis ideas y mis orejas bien calientes.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Incógnito

Torso de mujer- Fortuny
Hay muchos tipos de blogs aunque todos tienen algo de su autor en ellos, ya sea sus preferencias gastronómicas, sus gustos literarios, su afición por el arte, la fotografía o la historia, sus opiniones políticas, sus reflexiones, sus impresiones de una determinada película o sencillamente su vida, con sus rutinas y sus recuerdos. Es difícil sentarse a escribir y no hacer un apunte personal sobre el tema en cuestión, aunque éste sea, de entrada, una simple ensalada.

Cuando los posts son precisamente eso, un tipo de correspondencia postal, permiten descubrir muchas cosas sobre su autor. No poseen el mismo carácter íntimo de las cartas, sino que son algo público, abierto a todo el universo de Internet. Es cierto que la lectura del blog se puede limitar a miembros, pero para ello hay que conseguir que los implicados se conviertan en uno de ellos (lo que se demostró imposible en mi caso concreto). Mientras no reciba visitas de malintencionados es un tema que carece de importancia. Si alguien ajeno a los amigos o a la familia se apunta al blog es, o bien porque le gusta, o bien porque se siente identificado con alguna de las secciones. De hecho me hace siempre mucha ilusión descubrir un nuevo miembro entre mis seguidores. Algunos son completos desconocidos, aunque también los hay que no lo son tanto: aunque no les conozca personalmente, sí que conozco, y en muchos casos sigo, su blog. Desde este post les doy las gracias.

No tengo secretos que ocultar, no soy una persona misteriosa y enigmática. Supongo que los que pertenecen a ese grupo no escriben un blog. Aún así, cuando comencé éste, intenté no dejar todo un rastro de pistas en él. Le puse un nombre que difícilmente puede cualquiera encontrar por accidente, y si eso sucede lo más probable es que el rastreador incidental se trate de un angloparlante que no comprenda el contenido de las entradas. Gracias al ingenioso Titón casi todos los miembros de la familia disponen de varios sobrenombres, hecho que me resultó muy útil a la hora de referirme a ellos. Escogí un nombre de pluma en relación con mi nacimiento y usé el título del blog para crearme un personaje en él. Ninguna de las dos cosas ha servido de nada a la hora de preservar mi anonimato. ¡Cuántos lingüistas no habrían agradecido que el autor del Lazarillo contase con un ejército similar de delatores!

Venús del espejo - Velázquez
Estas revelaciones no me afectan tan sólo a mí. Gracias a mis comentaristas no es preciso descifrar ningún código para descubrir qué nombre se esconde bajo cada uno de los alias. Está claro que lo de esta familia no es la confidencialidad (hermanísima ha leído esa palabra en el diccionario pero nunca la ha interiorizado). Dado nuestro perfil público, son datos que no tienen mayor trascendencia. Al principio hice hincapié en el tema pero hace tiempo que lo dejé por imposible. Actualmente no tendría ningún sentido. En una familia en la que casi ninguno de sus miembros conserva su nombre original (soy una de las pocas excepciones) resulta irónico que en el blog no suceda lo mismo. C'est la vie!

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Integridad

Grandpa's gift- Norman Rockwell
Mis abuelos tenían varios puntos de carácter en común: su inquietud intelectual y su afición al estudio, su amor y su entrega al trabajo, tan distinto en ambos casos, su bondad innata a la que acompañaba un fuerte sentido de la justicia y su tremenda humildad. Empero el rasgo más característico de ambos residía en su integridad. Una integridad tan arraigada que les hacía inmunes a las flaquezas y tentaciones que suelen ser simiente de dudas y de caídas. Sus valores, sus principios eran intachables. Con el paso del tiempo, y según compruebo cómo funciona el mundo en general, cada vez me admira más su probidad.

La mayoría de la gente se mueve en persecución de sus propios intereses. A algunos les importa lo que se pueda cruzar en su camino y eso les hace detenerse a reflexionar y, a partir de ahí, recular o dar un rodeo para evitar o minimizar daños ajenos. No obstante son muchos los que avanzan como una apisonadora sin ver más allá de su objetivo. A algunos de ellos su egoísmo no les permite tomar conciencia del resto. A otros directamente no les afecta. No se arredran ante ningún obstáculo y tampoco sienten escrúpulos a la hora de abusar de su posición o sus contactos. Los hay que recurren a lo que sea preciso para hacerse con lo que no pueden conseguir por méritos propios. Son capaces de llevar a cabo, con toda naturalidad y sin remilgos, las jugadas más rastreras.

Es posible que la integridad no conduzca a nadie lejos en el mundo. No otorga fama, éxito ni riquezas. Sin embargo, cuando se consigue vencer el interés propio y se cede generosamente para conseguir el ajeno se genera una satisfacción interior que compensa con creces la renuncia. Es un sentimiento íntimo, con frecuencia no reconocido por nadie más. Incluso el propio beneficiado puede ignorar el hecho. ¿Qué más da? El ejemplo de mis abuelos ha dejado su huella en mi familia, aunque algunos ya traían este don de serie. En mi caso estoy muy lejos de lograrlo y dudo que llegue a hacerlo, me pierden muchos de mis defectos. Sin embargo, esos momentos puntuales en los que siento que mis abuelos estarían orgullosos de mí son suficiente recompensa. En ese aspecto creo que he escogido una buena profesión, que me ayuda a sacar lo mejor de mí, aunque reconozco que en muchas ocasiones me olvido de aplicar todos mis buenos propósitos.

martes, 18 de diciembre de 2012

Quejarse de vicio

Jessie Willcox-Smith
Soy Grumpy y, como tal,  de vez en cuando me gusta refunfuñar. En ocasiones protesto por cosas que, en realidad, me gusta hacer. Suelen ser  quejas derivadas de la pereza. Una vez que me la sacudo, disfruto con la tarea en cuestión, pero la mera idea de romper la inercia del momento para ponerme a ello me tira para atrás.

Me pasa con la idea de ser designada para encargarme de comprar los regalos de cualquier celebración. Me halaga la petición, aunque no tengo claro si la principal razón de la misma se debe a mi buen criterio o si se trata, simple y llanamente, de una cuestión de disponibilidad. Me gusta comprar, incluso se puede considerar que demasiado, sobre todo si mientras tanto me doy un paseo por barrios como el de Salamanca o Chueca. Disfruto al asomarme a  los escaparates y cuando entro en tiendas conocidas, y por conocer, para rebuscar entre cientos de cosas y finalmente escoger algo entre lo expuesto mientras pienso en la ilusión que le hará recibirlo a la persona a la que va dirigido. No obstante, en este tipo de cometidos, también me agobia un poco la responsabilidad de representar al resto de la familia y tener que inferir sus preferencias. La obligación de adaptarme a un presupuesto restringido no me resulta apetecible, aunque reconozco que, en mi caso, es una medida muy prudente.

El dilema se presenta cuando encuentro el regalo perfecto pero este se sale del límite máximo acordado. Tengo tres opciones: dejarlo allí, regatear y conseguir un descuento de "cliente habitual" (alternativa algo incómoda pero efectiva en momentos de crisis en los que las tiendas están más que receptivas a estas artimañas) o, poner de mi bolsillo la diferencia (siempre y cuando no se trate de una cantidad desorbitada, en cuyo caso suele ser necesario dedicarse a la misión imposible de intentar encontrar un equivalente a un precio razonable. Para colmo de males, una vez que el cerebro ha etiquetado el objeto en cuestión como "el regalo perfecto" parece bloquearse para más hallazgos). Hay un motivo de peso por el que me conviene resistirme a acceder a este tipo de encomiendas: son  un factor de alto riesgo para controlar mi caprichosa adicción a las compras ya que con mucha frecuencia, durante mi recorrido, me prendo de algo sublime para autorregalarme.

A la misma familia de las quejas anteriores pertenecen las que surgen cuando hay que ocuparse de organizar algún evento. En este caso son eventos de índole laboral, ya que para los eventos familiares hay voluntarios más que suficientes.  La labor más complicada es la de poner de acuerdo a todos los participantes y la parte desagradable, la de escuchar las reclamaciones de los que no les va bien lo acordado, aunque muchas veces las hagan a posteriori. Los chinches de turno, que siempre son los mismos, no suelen mostrar inicialmente ninguna pega al respecto y prefieren esperar a que todo esté fijado, y prácticamente confirmado, para hacerse oír (con megafonía). En mi servicio la situación llegó a un punto en el que tiré la toalla, dije ¡basta! y dejé que se apañasen por su cuenta. Consiguieron quemarme la sangre de tal manera que no participo ni en comidas ni en regalos y tampoco estoy dispuesta a hacer concesiones al respecto.

Otro ejemplo de teatral autocompasión, al menos en mi caso concreto, es el de la cirugía en las guardias. No es algo que me moleste en sí una vez metida en faena. Claro que antes hay que pasar por el momento de agobio que supone cualquier desplazamiento con el tráfico madrileño. Además, está todo lo que conlleva su carácter de urgencia: las prisas por casos que no admiten ningún tipo de espera y que agravan el estrés del trayecto, la parafernalia que conlleva preparar un quirófano, el tener que sacar tiempo de debajo de las piedras para avisar a todos los implicados tanto médicos como familiares, y de indicar el instrumental necesario al personal de enfermería de guardia, generalmente poco habituado a los entresijos de la especialidad. La euforia llega después, junto con el agotamiento de la tensión, cuando todo se ha resuelto satisfactoriamente y una disfruta de la sensación de haber hecho algo útil.

Por desgracia hay otro tipo de gruñidos que suponen tan sólo una vía de escape de humos coléricos. Estos no aúnan ningún factor mitigante y son provocados por:  la mala idea, la manipulación, el abuso y las luchas de poder, la estupidez, la intransigencia y la falta de educación y respeto. En estos casos lo único que se puede hacer es aplicarse para limitar el trato a lo mínimo imprescindible con semejantes dechados de virtudes y, en el caso de estar obligado a sufrirlos, buscar consuelo en el sarcasmo, aunque eso no siempre sea posible.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Sana curiana

Jessie Willcox-Smith
Si a alguien le sorprende el hecho de que en nuestras aventuras ninguno de los primos terminase con los huesos rotos, la respuesta es simple: ¿quién ha dicho que no nos rompiésemos nada? Sole, que se las apañaba para estar en medio de cualquier "fregaó" con riesgo para la integridad física, era cliente asidua a la casa de socorro y las escayolas casi formaban parte de su atuendo habitual. El resto teníamos unos ángeles de la guardia más competentes que el suyo, o simplemente puede ser que el de mi inquieta prima, agotado, hubiese presentado su dimisión hacía tiempo y ningún otro se hubiese presentado voluntario para relevarle en sus funciones. Los golpes de los más pequeños se arreglaban con un sana curiana y un beso de su madre. Tras un par de mimos, regresaban a la zona de guerra con ímpetu renovado. Para los chichones el remedio era poner un paño con aceite sobre la zona. Había que tener cuidado al solicitar atención para un golpe, no se podían dar demasiadas explicaciones al respecto de cómo se había producido, so riesgo de incurrir en un castigo. Antes de acudir en busca de asistencia, convenía esperar a que cediese la primera reacción ante el trauma. Si se presentaba uno ante los mayores con aspecto pálido y lamentable podía verse obligado a permanecer en reposo. Aunque de entrada esa medida pueda no parecer algo demasiado horrible, sí que lo era cuando, una vez recuperado, uno debía limitarse a ser testigo desde la ventana del salón, y sin permiso para ser otra cosa que testigo, de como el resto continuaba con sus juegos, a muerte, en su ausencia. Aquel tipo de convalecencia era temida, y evitada, a partes iguales por niños y adultos que, de sólo pensar en tener a uno de nosotros toda la tarde metido en la casa mientras el resto pasaba a visitarle con asiduidad, daban el alta al paciente apenas empezaba a recuperar "la color". 

Por regla general, la mayor parte de las veces, nuestros accidentes se limitaban a una serie de rasguños que mi abuela nos lavaba con un chorro de agua oxigenada para rematar la cura con una buena rociada de Novecután. Aquel producto era imprescindible en su botiquín. Servía para cortes, arañazos, raspones, e incluso para aliviar la irritación de las ortigas. Después he descubierto que no es más que pegamento pero el caso es que, con nosotros, eso de fijarnos bien la porquería con el spray funcionaba divinamente. O todos gozábamos de una más que envidiable encarnadura, o la tierra de la granja tenía propiedades medicinales, cosa que no me extrañaría. A fin de cuentas, su barro, además de formar parte ocasional de nuestra dieta, bien revuelto con huevos robados a mi abuelo, aliñados con yeso, vitaminas de conejos, pan de los cerdos y pimentón de ladrillos, también servía para calmar las picaduras de las avispas.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Enredados para siempre (Sesión dominical de cine)

Poema de Pessoa, del catedrático para Kátia

   

A vida, acredita, não é um sonho
Tão negro quanto os sábios dizem ser.
Frequentemente uma manhã cinzenta
Prenuncia uma tarde agradável e soalhenta.

Às vezes há nuvens sombrias
Mas é apenas em certos dias;
Se a chuvada faz as rosas florir
Ó porquê lamentar e não sorrir?

Rapidamente, alegremente
As soalhentas horas da vida vão passando
Agradecidamente, animadamente
Goza-as enquanto vão voando.

E quando por vezes a Morte aparece
E consigo o que de Melhor temos desaparece?
E quando a dor se aprofunda
E a esperança vencida se afunda?

Oh, mesmo então a esperança há-de renascer,
Inconquistável, sem nunca morrer.
Alegre com a sua asa dourada
Suficientemente forte para nos fazer sentir bem
Corajosamente, sem medo de nada
Enfrenta o dia do julgamento que vem.
Porque gloriosamente, vitoriosamente
Pode a coragem o desespero vencer.


La vida, creo, no es un sueño
tan negro como los sabios cuentan.
A menudo una mañana cenicienta
preludia una tarde agradable y somnolienta.
A veces hay nubes sombrías
mas es sólo en ciertos días;
Si la lluvia hace florecer las rosas 
¿por qué no reír en vez de llorar?

Rápidamente, alegremente
las soleadas horas de la vida van pasando
Agradecidamente, animadamente
Goza de de su encanto mientras van volando.

¿Y cuando a veces la Muerte aparece
y con ella lo Mejor que teníamos desaparece?
¿Y cuando el dolor se hace profundo
 y la esperanza vencida se hunde?

Oh, entonces la esperanza renacerá,
inconquistable e inmortal.
Alegre, de alas doradas
lo bastante fuerte para hacernos sentir bien
Valiente, sin miedo a nada 
se enfrenta al día del juicio que viene.
Porque gloriosamente, victoriosamente
Puede el valor vencer a la desesperanza.


sábado, 15 de diciembre de 2012

La llegada de supersobrino (por el superabuelo)

Desgraciadamente me perdí la actuación estelar de hermanísima en el aeropuerto, durante la espera a supersobrino.  Sé que lo que aquí se transcribe es fiel a la realidad, el superabuelo no tiende a exagerar y, además, no en vano llevo más de 40 años padeciendo los arranques de entusiasmo de hermanísima (los peores, con diferencia, tienen lugar en Reyes). Confieso que yo también tengo esos mismos arranques, debe ser una tara genética, aunque, no sé si por suerte o por desgracia, no solemos coincidir en uno de esos intensos momentos. Es posible que el mundo no nos resistiese a las dos de apasionadamente de acuerdo. Aquí va la narración del superabuelo, que colgó como comentario tras el evento, pero ahí no todos la leerán. 

El retraso del vuelo le ha permitido a hermanísima llegar antes que el avión, milagro quizás debido a connivencia con la línea aérea. Una vez llegada y tras saludar a los presentes como si no nos hubiese visto en varios años y en medio de las protestas de sus hijas, que querían seguir en el grupo familiar, decidió irse al otro extremo, "porque van a salir por ahí". La espera se prolongaba y, naturalmente, eso de estar sola en una esquina con las niñas no se ha hecho para hermanísima, que decidió recuperar la posición, solo que al otro lado de la barrera que contiene a las hordas expectantes.

El tito Paco, como era de suponer, tardó una décima de segundo en reordenar las filas, observando, con notable falta de consideración,en voz alta, que si todo el mundo hacía como ellas, aquello iba a ser un desastre (pensó otra palabra, pero no la dijo).

Las chiquillas, obedientes a la voz de mando, pasaron al lado correcto de la barrera, mientras que hermanísima decidió colocarse en el extremo desde el que se obstruye la salida de la mitad de los pasajeros. En posición felina, pronta a abalanzarse sobre el objeto de sus deseos, esperó en tensión mucho más tiempo del habitual, con gran sopresa de todos. En su rostro se dibujaba esa conocida sonrisa que nos hace poner cara de que no la conocemos (por usar la figura etimológica).

No bien hubo traspasado el carrito que llevaba a supersobrino el umbral de la salida de pasajeros cuando, con un salto felino, hermanísima cubrió todo el cochecito, al niño, a la mamá y, si no fuera tan grande, al papá. Todo ello en una fracción de segundo. 

La parte buena es que, cuando los demás, a paso algo más rápido de lo habitual, llegamos a ver si quedaba algo de las criaturas, el ansia inicial saciada, el tito Paco firmemente dispuesto a hacer valer sus derechos y los demás a no perder gotica, se estableció un ordenado desorden, en el que la criatura, que premió a su abuelo con una sonrisa que parecía querer decir: "alguien normal" (angelico), no incurrió en el trágico error de ponerse a berrear, sino que, sabiendo en qué familia había caído, se dejó tocar, besar, achuchar y amasar por el amoroso grupo.

Hermanísima, ya recuperada, volvió al ataque y fue ella la encargada de poner a supersobrino el traje de Alaska que se recomendaba para resistir los 12 grados de Madrid y, por supuesto, quitárselo para ponerlo en el carseat, minutos después. De modo totalmente misterioso, consiguió en el interim llegar a los cajeros y resolver la parte administrativa antes que cualquier otro visitante. Hubo quien ni se dio cuenta de que había abandonado el grupo

Capítulo 500

¿Un blog es un diario?
Cuando era pequeña, durante la época de Valladolid, empecé a escribir mi primer diario. Me habían regalado uno precioso por mi cumpleaños, encuadernado en tela y con un dibujo de Holly Hobby en la portada. No tardé en ponerme a emborronar sus cuartillas con toda mi ilusión. Los adultos ven a un niño que mantiene un diario de manera regular como algo positivo, sin embargo el resto de los críos valoran esa actividad de manera muy diferente y etiquetan al autor de bicho raro (claro que en mi caso ya llevaba tiempo incluida en esa categoría). Si además se tienen hermanos sin apego a la privacidad y con afición a sacar a relucir los comentarios más embarazosos en las peores situaciones, esas reflexiones inmortalizadas se convierten en un arma ideal. En una habitación compartida con hermanísima, el disponer de un escondite secreto en el que guardar mi bonito cuaderno era una quimera. Durante una temporada probé incluso a escribir en clave. El código no era ni demasiado complicado de transcribir, ni demasiado fácil de interpretar: consistía en poner sólo la inicial de cada palabra. Lógicamente, el problema surgió a la hora de la traducción. De un día para otro aún era capaz de descifrar el significado de cada letra. Por desgracia, al cabo de un mes la traducción de mis textos era cuestión de echarle imaginación, mucha, ¡y ni por esas!

Tras el traslado a Madrid el diario se transformó en cartas a mi abandonada amiga del alma. Siempre llevaba encima una cuartilla para apuntar sobre la marcha hasta el más nimio acontecimiento. A veces escribía durante los recreos, o en clase, cuando terminaba el ejercicio antes de tiempo y tenía que esperar a que lo hiciesen el resto de mis compañeras. Si mi amiga también había acabado, en vez de escribir, charlábamos, lo que no solía resultar del agrado de la profesora.

A los 13 años, en el viaje a Texas, me llevé un diminuto cuaderno, no más grande que mi mano, azul y con borde de alambre en espiral, en el que resumir lo que hacía a diario (aún lo conservo y su tamaño evitó que fuese presa fácil de indiscretos fisgones). Escribía poco, porque no disponía de mucho espacio, pero con total tranquilidad. No me hacían falta claves ni circunloquios. Descubrí que allí nadie asumía que las posesiones fuesen de propiedad compartida. Las dos nietas de la familia con la que estaba eran hijas únicas, de padres separados, y su concepto sobre lo íntimo, privado y personal era diametralmente opuesto al derivado de la convivencia con mis hermanos.

A la vuelta, para mejorar mi inglés, me hice con un "penfriend". Curiosamente éste no era ningún americano sino un amigo de hermanísima, no demasiado secretamente enamorado de ella, que conseguía más noticias a través de mí que de ella. Aquella relación continuó durante todo el instituto y reconozco que mi redacción inglesa era mejor entonces que ahora, me costaba mucho menos trabajo pensar en ese idioma (aunque seguramente cometiese más errores y contase con menos vocabulario)

En la facultad los estudios y mi exnovio me mantuvieron bastante ocupada, aunque como nuestros exámenes no coincidían en el tiempo cuando él debía estudiar en serio, yo no aprovechaba para repasar y ponerme al día, sino para leer. Rompimos y regresé a las cartas: cartas a un amigo conocido durante un viaje a Suiza, que en sus respuestas incluía interesantes citas literarias. Para equilibrar nuestro intercambio, además de esmerarme en mi estilo también intercalaba frases del libro de turno entre las mías. Después, más cartas en abundancia, y en inglés, para un amigo de Berkeley, más románticas y nostálgicas porque le echaba de menos. El abismo entre la ilusión platónica del recuerdo y el choque con la realidad puso fin a aquello en nuestro siguiente reencuentro. Las cartas continuaron en otro tono y se perdieron en la distancia. Durante la residencia coger un libro que no fuese de la especialidad me despertaba un enorme sentimiento de culpabilidad (lo que no implicaba que no sucumbiese a la tentación). Siempre he leído rápido pero, por aquel entonces, volaba sobre las páginas para llegar al final lo antes posible y compensar, de algún modo, mi pecado.

Tras terminar la residencia recuperé el tiempo perdido y me sumergí literalmente en los libros. Poco a poco, en mi creciente nueva correspondencia cambié el papel por las teclas. Mensajes cada vez más largos, también algunas historias y, despacio, casi sin darme cuenta, llegó el blog.
Recuerdos, muchos recuerdos, hasta convertirlo casi en unas memorias familiares. Buenos y malos pensamientos con algunos arranques de genio. Compras, cine, restaurantes, paseos, visitas a museos, anécdotas con recetas y sueños.

¿Es un blog un diario? Personalmente lo veo más como una larga, larguísima carta que ya va por el capítulo 500.