Tenía muchas ganas de conocer
San Francisco y aproveché las vacaciones de mi primer año de MIR para visitarlo. Me guisé un plan a mi gusto, para comérmelo también a mi gusto ya que me fui por mi cuenta y riesgo. Quizás con menos riesgo de lo que indican mis palabras, porque el catedrático había estado allí previamente y, gracias a sus contactos, pude alojarme en Berkeley con algunas de sus antiguas estudiantes. De este modo podía estar sola, sin sentirme sola en todo momento.
Por las mañanas cogía el Bart y me bajaba en Powell St para iniciar mi recorrido por las calles: Union St, Finantial District, Embarcadero, Coit Tower, Pier 39, Palace of Fine Arts, Golden Gate y Golden Gate Park, las casas victorianas de Alamo Sq, las curvas de Lombard St, Chinatown, the Beach, etc. Me pateé la ciudad con todas mis ganas, de cabo a rabo y de cuesta a cuesta. Entre medias, me apunté a una acampada a Yosemite que vi anunciada en la agencia de turismo (en la confluencia de Powell con Market St). En aquella excursión conocí a otro puñado de viajeros solitarios, gente con más ganas de conocer mundo que sociedad. No por ello eran bichos raros, huraños e introvertidos. Todo lo contrario, el trato con ellos me resultó muy fácil, supongo que porque todos teníamos muy clara la importancia del espacio vital de los demás y lo respetábamos. No sólo sabían comportarse dentro del grupo, sino que su conversación era original, interesante y muy entretenida. En la furgoneta y en los fuegos de campamento todos contaban curiosas anécdotas. Quizás el caso más extremo era una chica australiana que se había tomado un año sabático para dar la vuelta al mundo estilo "mochilero". Por aquel entonces ya habían transcurrido 9 de los doce meses e incluso se planteaba una prorroga. Sin duda yo era la menos aventurera: tenía a mi padre en el país, aunque fuese en otro Estado (por aquel entonces se había marchado a Phoenix, Arizona), y mi solitario viaje no se podía considerar verdaderamente como tal sino que residía con estudiantes que él conocía.
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The Chasm of the Colorado - Thomas Moran |
Hacia el final de mi estancia me fui a visitar a mi padre. Aunque en ocasiones sea una hija desnaturalizada, esa no fue una de esas veces. En vez de encontrarnos en Phoenix, ciudad que no parece poseer especial atractivo, mi padre propuso que pasásemos unos días en el Gran Cañón. Desde San Francisco compré un vuelo barato con South West Airlines (compañía con buenos precios, buena atención telefónica y muchas facilidades a la hora de conseguir billetes internos, por lo que recurrí a ella en más ocasiones) y me embarqué para allá. En Phoenix debía cambiar de avión para llegar hasta la pista de Flagstaff (que es sólo una pista, no un aeropuerto). Aquel segundo aparato era muy pequeño, con motor de hélice y no más de 10 ó 12 asientos, mucho más amplios que las ridículas sillitas habituales en las grandes aeronaves, todos ellos pasillo y ventanilla al mismo tiempo. Eran de piel negra, me imagino que sintética, bien mullidos (lo que tenía su explicación y resultó de agradecer) y muy cómodos. La tripulación consistía en piloto y copiloto pluriempleados, que también ejercían de auxiliares de vuelo. Nos informaron sobre las medidas de seguridad y nos comentaron que como en el trayecto había algo de tormenta tendríamos que dar un pequeño rodeo. Al parecer el pequeño avión no era capaz de atravesarla. Mi espíritu aventurero decidió disfrutar de aquella experiencia y reconozco que hice bien al tomármelo con ese talante. El viaje fue agitado. Rodear la tormenta no significaba volar por cielos azules y tranquilos, sino en la periferia de su núcleo. Los rayos nos rozaban y las sacudidas por las turbulencias me hacían saltar del asiento a pesar del cinturón de seguridad, que mantuvimos abrochado durante todo el vuelo. No obstante disfruté de ello igual que si se tratase de una larga montaña rusa. Como desagravio y para rematar el viaje sobrevolamos el cañón antes de aterrizar (me imagino que si eres piloto y tienes esa ruta debe de ser difícil resistirse a la tentación). Tuve la inmensa fortuna de que nuestra llegada coincidiese con una magnífica puesta de sol. El bloque entero de la enorme meseta, con las grietas del cañón excavadas en su rojiza arcilla, se encendió con la luz anaranjada, roja y dorada del cielo. El espectáculo me sobrecogió. Se me hizo un nudo en la garganta, no me atrevía ni a parpadear mientras miraba fijamente aquella escena con la frente pegada a la ventanilla, completamente hipnotizada. Me sentí feliz y emocionada. En ese instante comprendí a las víctimas del Síndrome de Stendhal y personalmente opino que sus crisis son motivadas ante la idea de tener que alejarse de semejante belleza. Aún tengo aquella imagen grabada en mi retina, no la he olvidado.
Mi padre me recogió en el aeropuerto. Había buscado un cómodo apartahotel con una pequeña cocina en la que podíamos tomar el desayuno antes de salir a recorrer todo el perímetro de El Gran Cañón. Nuestro desayuno para coger fuerzas consistía en una generosa porción de tarta de limón con merengue. Tanto el catedrático como yo podemos devorar una vaca nada más levantarnos si se tercia. Una vez calmado el estómago, emprendíamos el camino. Nuestra ruta prevista podía suponer 800 km entre ida y vuelta y había que cumplirla a rajatabla desde el primero hasta el último metro. A la hora de conocer cualquier monumento, el catedrático es incansable. Subiría el Everest en una jornada si encontrase un sherpa que se prestase a semejante hazaña. House opina que yo también, pero eso es porque nunca ha viajado con mi padre. Todo es cuestión de entrenamiento, incluso eso. Los castillos de Castilla la Vieja de mi infancia y las iglesias alemanas de mi adolescencia, con independencia de credos, junto con los recorridos por rincones desconocidos de ciudades, carreteras y bosques, forjaron en mi mente la necesidad de ver todas y cada una de las piedras de absolutamente todos los monumentos de cualquier sitio (y tengo pesadillas en las que olvido visitar alguno).
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North Rim - Lewis Ramsey |
Conducíamos durante horas y horas hasta el destino de turno. Una vez lo alcanzábamos seguíamos nuestra ruta a pie, a buen ritmo, nada de paseítos de domingueros. En el tiempo limitado del que disponíamos debíamos estudiar el Cañón desde todos sus ángulos. Doy fe de que, se mire desde donde se mire, es impresionante. El South Rim es la parte más desértica y turística, la que ofrece una perspectiva más amplia del interior del cañón y una panorámica más extensa. Es la imagen que aparece en fotografías y documentales, aunque nada se acerca a la realidad de lo que supone contemplar, y sentir, ese escenario en toda su magnitud e increíble belleza. Vimos la entrada del Río Colorado al inicio del cañón mientras nos dirigíamos hacia el North Rim. La orilla norte es bastante distinta a la sur. Aunque tiene zonas despejadas, el terreno está básicamente cubierto por bosques. De entrada esa zona resulta algo menos vistosa porque el paisaje desde allí no es tan apabullante como el que se puede contemplar desde la zona Sur, no es ni tan extenso ni tan profundo. En su lugar posee otro tipo de encanto: grandes claros que se abren a praderas verdes rodeadas de árboles, cubiertas por un cielo intensamente azul y envueltas por un aire cristalino en el que se respira la calma.
El Cañón es un territorio sagrado para los indios que escogieron instalarse allí en una reserva. Posiblemente la única riqueza de ese terreno desértico sea su increíble belleza, pero los nativos no aspiran a amasar grandes capitales de oro y activos en los bancos, sino que les basta con disfrutar de la fortuna de vivir en semejante maravilla de la naturaleza, de compartirla y preservarla para futuras generaciones. ¿Alguien puede presumir de una herencia mejor que esa?
2 comentarios:
Un viaje que tengo pendiente......
Me has hecho revivir mi experiencia en el Gran Cañón, especialmente en la llegada y primer avistamiento del inmenso y original espacio que se abre ante ti. Me resultaba sorprendente cómo con el avance del día el panorama cambia al proyectarse las sombras de modo distinto,por lo que es posible pasarse horas y horas disfrutando de una panorámica totalmente sobrecogedora y variada. Al evocar aquellas imágenes siempre me queda la nostalgia de no poder reproducir la sensación de grandeza que allí te invade.
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