jueves, 27 de junio de 2013

Verborrea

Hay quien tiene fama de buen conversador y otros que, simplemente son habladores. Estos últimos consiguen pasarse horas y horas sin callarse, ni siquiera parece que lo hagan para tomar aire, y entre ellos los hay que, además, tienen el dudoso mérito de no contar entre su palabrería ni una sola idea medio interesante. Las palabras vacías vuelan en el hueco correspondiente a su cerebro hasta salir disparadas hacia los sufridos tímpanos del que pillen por delante.

El concepto de interacción no lo tienen registrado y creen que para obtener popularidad deben, no sólo dirigir, sino monopolizar toda la conversación. Presuponen que el silencio es incómodo. No se dan cuenta de que es mucho peor caer atrapada en las aburridas redes de su logorrea que "dejar pasar un ángel". Por desgracia las normas de la buena educación dictan que no se debe interrumpir. En las ocasiones en las que es inevitable se descubre que, hasta en estos casos, es una regla que tiene sentido. Las interrupciones alimentan a la cotorra de turno, le dan una falsa impresión de interacción, además de refrescarle el tema. No es que vaya a contar algo nuevo, sino que repetirá lo ya dicho, por si alguien se lo había perdido. Hay que esperar a que se agote por sí solo aunque, antes, habrá logrado hacer lo propio con los que le rodean.

Estar en una conversación que, en realidad, no es más que un monólogo sin gracia, resulta tedioso para el oyente. No así para el que habla, que le gusta autoescucharse y piensa, por tanto, que el resto del grupo está tan entretenido como él. Mientras tanto, sus aturdidas víctimas no ven el momento de escapar de aquella encerrona y buscan cualquier excusa para respirar. En su ausencia la diarrea verbal continuará sin piedad. Una vez abiertas las compuertas el charlatán es incapaz de frenarse y, si es preciso, es capaz incluso de hablar solo (a fin de cuentas, con o sin público, es lo que hace porque, una vez transcurridos los primeros minutos, nadie le atiende). Si al pobre escapado no le queda más remedio que regresar, descubrirá que no ha perdido el hilo de la historia, si es que la hay, durante su desaparición.

Estas personas no necesitan ningún tipo de pie de entrada sino que desde su llegada acaparan la voz cantante. No les preocupa el tema de la charla anterior, ni siquiera se fijan en que la hubiese. Una vez empiezan, no le permiten al resto meter baza. Ante esa tesitura, hay pocas opciones: mentir como un bellaco y alegar que se tiene un compromiso previo (a veces incluso una puede llegar a usar las guardias como excusa) o aguantar mientras se implora a toda la corte celestial por una milagrosa afonía. Para colmo de males, los logorreicos suelen hacer gala de un tono monótono, soporífero, con lo que una se descubre con frecuencia pensando en las musarañas que son, sin lugar a dudas, infinitamente más interesantes (¡benditas musarañas!). Se escucha con un oído, sin procesar, o directamente no se escucha. El riesgo de dejarse llevar por el runrún de fondo es el de terminar por dar alguna cabezada, si es que el asunto se prolonga sin remedio.

Afortunadamente todo tiene un final y, en ese instante, no hay nada más apetecible que refugiarse en el más absoluto del infravalorado silencio.

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