El concepto de interacción no lo tienen registrado y creen que para obtener popularidad deben, no sólo dirigir, sino monopolizar toda la conversación. Presuponen que el silencio es incómodo. No se dan cuenta de que es mucho peor caer atrapada en las aburridas redes de su logorrea que "dejar pasar un ángel". Por desgracia las normas de la buena educación dictan que no se debe interrumpir. En las ocasiones en las que es inevitable se descubre que, hasta en estos casos, es una regla que tiene sentido. Las interrupciones alimentan a la cotorra de turno, le dan una falsa impresión de interacción, además de refrescarle el tema. No es que vaya a contar algo nuevo, sino que repetirá lo ya dicho, por si alguien se lo había perdido. Hay que esperar a que se agote por sí solo aunque, antes, habrá logrado hacer lo propio con los que le rodean.
Estar en una conversación que, en realidad, no es más que un monólogo sin gracia, resulta tedioso para el oyente. No así para el que habla, que le gusta autoescucharse y piensa, por tanto, que el resto del grupo está tan entretenido como él. Mientras tanto, sus aturdidas víctimas no ven el momento de escapar de aquella encerrona y buscan cualquier excusa para respirar. En su ausencia la diarrea verbal continuará sin piedad. Una vez abiertas las compuertas el charlatán es incapaz de frenarse y, si es preciso, es capaz incluso de hablar solo (a fin de cuentas, con o sin público, es lo que hace porque, una vez transcurridos los primeros minutos, nadie le atiende). Si al pobre escapado no le queda más remedio que regresar, descubrirá que no ha perdido el hilo de la historia, si es que la hay, durante su desaparición.
Afortunadamente todo tiene un final y, en ese instante, no hay nada más apetecible que refugiarse en el más absoluto del infravalorado silencio.
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