La lluvia es tan fría que las gotas se congelan en copos de nieve helada. De entre los pliegues de mi bufanda veo el calor que escapa en forma de nube. Me encojo dentro de mi abrigo y camino deprisa hasta llegar al teatro. Entro desde el callejón, por la puerta lateral que da acceso a lo que se esconde tras las bambalinas. Me desprendo de la humedad, la abandono en el ropero capa a capa y la cambio por la segunda piel del maillot. Corro a la sala de ensayos. Descalza, me apoyo en la barra y empiezo el calentamiento. Reviso las posiciones. Hago una serie de pliés y equilibrios en relevé. Paso por toda la tabla: rond de jambe, glissé, battement, frappé, arabesque. Poco a poco mis músculos se ablandan.
Me dirijo al vestuario. Me desnudo de nuevo y me pongo las medias. Las estiro mientras compruebo que estén rectas. Doy una vuelta con mi vestido y el tul de mi falda flota alrededor de mis piernas. Retoco el maquillaje en el espejo. Marco bien todos los rasgos: rojo rabioso en los labios, máscara negra en las pestañas y la sombra, de un gris azulado, sobre los párpados. Reviso el peinado, ajusto bien los mechones dentro del recogido y los rocío con laca para fijarlos en su sitio.
La música suena. El escenario me espera. Me quedan sólo unos minutos. Es el momento de sacar las zapatillas de su funda. Están hechas y ajustadas a mi medida. Aún conservan la rigidez previa al estreno. Froto la suela con resina, las doblo y las golpeo contra el suelo. Me las calzo y anudo las cintas en los tobillos. Flexiono los pies hasta que noto el crujido que me indica que ha cedido el refuerzo de la punta. Estoy lista.
Oigo los acordes previos a mi entrada mientras voy hacia mi puerta. El corazón me late deprisa, trato de adaptarlo al ritmo de la música. Cierro los ojos, respiro hondo. Me concentro y olvido los nervios, de ellos sólo queda un nudo en la boca del estómago. Estiro el torso, alzo el cuello, doy un paso de puntillas mientras alargo los brazos y salgo a escena. Encadeno los giros, mantengo el eje y la mirada clavada en mi punto de referencia. Salto y tenso el cuerpo para suspenderlo en el aire durante todo un compás. Me recoge mi pareja y me enlazo a ella hasta formar un único bailarín hecho de dos mitades. La música vuela y el tiempo con ella. Mi actuación dura poco más que un suspiro pero al terminar siento como mi alma estalla. Oigo aplausos, me inclino en una reverencia.
Desde el palco, me lanzan un ramo de rosas asalmonadas y desde el foso de la orquesta otro de peonías blancas. Sonrío mientras sostengo ambos entre mis brazos. Sé que he de escoger. Las rosas son la elegancia de una vida tranquila, de tiempo para mí, de viajes, de libros, de buena sociedad, de cultura al alcance de la mano y de arte en los museos. Las peonías son pasión, son música trepidante con momentos de exaltación intercalados con ratos de profunda melancolía, una aventura inesperada cada día. Si rosas sería una reina, si peonías una diosa. Difícil elección ¿o no?
Elijo una rosa y la lanzo a la orquesta, repito el gesto con una peonía que envío al palco. Beso los dos ramos y los abandono sobre el escenario.
2 comentarios:
Cuento muy hermoso con una sensación de realidad tal que parece que lo hayas vivido tú misma de verdad. Afortunadas las de los cumples por tan buen regalo. Bss.
Deliciosa la manera que tienes de describir cada uno de los los detalles más insignificantes y transportarnos en una atmósfera llena de magia y belleza- Magnífica entrada. Saludos, manolo.
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