jueves, 9 de enero de 2014

Leer o no leer, he ahí el dilema

A muchos les gusta presumir de lo que carecen y es chocante encontrarse con explicaciones sobre cómo quedar como un erudito en cualquier ambiente. Son trucos para aparentar, simular saber lo que no se sabe y hablar de libros de los que no se ha visto ni la cubierta (hay periodistas que lo hacen y algunos hasta lo confiesan). También hay gente que no pretende dárselas de nada y admiten con sinceridad que no les gusta leer. Supongo que, como todo en la vida, la estadística sitúa la muestra a ambos lados de la campana de Gauss, aunque siempre cuesta imaginarse la sección contraria.

Cada libro contiene infinidad de matices. Lo más evidente suele ser la trama y cada cual se decanta por lo que más le atrae, inclinación que es susceptible de cambiar en función del momento: romántica, histórica, criminal, de fantasía, de humor o de terror. El lenguaje por sí solo es capaz de atrapar al lector. Eso no significa que un estilo complicado sea mejor que uno más simple o conciso. Lo importante es que se adapte a la narración. Lo rebuscado no es necesariamente culto y los pedantes engañan a algunos con su palabrería pero a los que no se dejan engatusar, sus circunloquios les revuelven.

Opino que no hay que terminarse una obra por el mero hecho de haberla empezado, o porque la crítica la recomiende. En cada novela hay un poco del autor y esa parte que se entrevé (a veces más de lo que debiera) puede resultar agradable, indiferente o absolutamente repelente. Los escritores catalogados dentro de esta última categoría es difícil que salgan de ella, entre otros motivos porque rara vez se les va a ofrecer la oportunidad de hacerlo. El gusto por la lectura no es por tanto enfrascarse en cualquier texto que caiga en las manos. Se lee por placer. Se disfruta del uso del lenguaje, de saciar la curiosidad por lo que ocurrirá después, de resolver la intriga de la historia y de descubrir algo nuevo. Si eso no se consigue con un libro, lo mejor es cambiar a otro. Afortunadamente, son especímenes que abundan.

En muchos libros uno se encuentra reflejado, en mayor o menor grado, en algún personaje. Es difícil no interesarse por una historia en la que se participa, aunque se tenga otro nombre, se pertenezca a otra época y se resida en otro lugar del mundo. La personalidad, las ideas o las reacciones del protagonista son comunes a las nuestras y eso nos basta para identificarnos con él. Puede ser nuestro yo real o nuestro yo de los sueños, o ambos unidos en uno, nuestro yo completo. ¿Hay alguien que no sienta curiosidad por descubrir su futuro, por saber lo que le sucederá después? y todo eso sin recurrir a una pitonisa.

Existen lectores potenciales que sencillamente no se han topado con su escritor. Hay tantos autores que el suyo seguro que existe, el problema es encontrar la aguja en el pajar, y sin hábito de lectura lograrlo es aún más complicado. Engancharse a la palabra escrita depende de atinar con el libro. Para empezar hay que dar con tu autor, ese que comparte algo contigo y es por tanto capaz de introducirse en tu cabeza, revelarte secretos, ideas e incluso moldear tu personalidad. Puede ser un solo escritor, o una biblioteca entera, aunque estos sean casos en los uno se encuentra en la tesitura de que, a veces, ni él mismo se comprende. Una muestra: el genial Don Quijote.

2 comentarios:

amigademadre dijo...

Preciosa entrada, igual que la anterior (escribí comentario pero desde el teléfono y no llegó).
Me identifico con todo lo que escribes.¡ Cuanto se3 disfruta cuando encuentras un libro que te emociona, te sugiere, que se adapta a tí como anillo a dedo...
Precisamente estoy disfrutando muchísimo con la lectura de "las mujeres que leen son peligrosas" de Stefan Bollmann, edt. Maeva. Seguramente lo conoces ya que hace años que se publicó.
Permiteme que se lo recomiende a los amantes de la lectura de la escritura y, especialmente, de la pintura.

José Miguel Díaz dijo...

Tal vez sea mi carácter cabezón, pero siempre he pensado que todos los libros tienen algo que ofrecer y por esa razón siempre he "luchado" por terminar algún que otro ejemplar, aunque estoy de acuerdo contigo en que, por fortuna, suelen ser pocos.
Recuerdo, como anécdota, que en el colegio, una editorial regaló para los profes ejemplares de diferentes novelas de "moda". Tuve la mala suerte de ser el último en elegir y me fue adjudicada la obra de Sánchez Dragó "Soseki". Supongo que no fue casualidad que se encontrara huerfana en la sala de profesores pues es el libro que más me ha costado terminar en la vida. No solo era soporífero, también era repetitivo y cursi. Aprendí dos cosas. La primera que el arte de escribir es tan poderoso que nos permite escribir más de 300 páginas magnificando la muerte de un gato. La segunda: que si alguna vez padezco de insomnio será un buen sustituvo de los somníferos.