domingo, 12 de enero de 2014

Ventisca

La tempestad amaina. Tiemblo de frío y de algo de miedo. No hay luz. En la oscuridad, me envuelvo bien en mi chal y busco unas zapatillas. Enciendo unas velas. El viento golpea las contraventanas y el aire helado que se cuela por el tiro de la chimenea convierte la estancia en una nevera. Limpio las cenizas, amontono la leña, el papel y prendo la lumbre con una cerilla. Aterida me acerco al fuego. Cuento los troncos que aún restan en la leñera. Confirmo lo que me temía: está casi vacía. Tengo que reponer o no llegaré al mediodía.

Me sacudo la pereza, abro la puerta y me doy de bruces contra la pared de nieve que se ha formado tras ella. Queda sólo una rendija por la que asomar la cabeza. Es pequeña y está demasiado alta, me subo a un taburete para alcanzarla.

Aparto hacia los lados la nieve blanda que cede fácilmente bajo mis manos. Amplío el hueco hasta convertirlo en un ventanuco redondo. Guiño los ojos, la blancura me deslumbra. Reina un silencio mortal que retumba en mis oídos. El redoble de un trueno arrecia, se aproxima otra tormenta. Miro hacia arriba, hacia la cumbre de la montaña. Siento un nudo en la garganta y no puedo respirar. Contemplo paralizada el alud que se derrumba.

3 comentarios:

Oscar dijo...

Cada vez me gusta más como escribes, y además tu cuento me ha traído a la memoria algunas jornadas que pasé con mi promoción en el Pirineo, cuando era cadete. Voy a ponerme una bata que me ha dado un poco de frío.

Gracias Sol y muchos besos.

Oscar.

Yo misma dijo...

Me encantado. Gracias y besos

Señora dijo...

La blancura deslumbrante...... El silencio de la nevada...... Es como revivir alguno de aquellos días en el invierno canadiense.