(Nunca nos damos cuenta de cuánto de nuestro trasfondo está cosido en el forro de nuestra ropa. Tom Wolfe.)
Nací un par de semanas antes de lo esperado, supongo que esa fue la primera muestra de mi afán por no llegar tarde a ningún lado. Ese no es un rasgo que comparta con muchos miembros de mi familia y por eso al resto mi llegada les pilló aún en plenos preparativos.
Mis abuelas contaban con llegar a Canadá con tiempo de acompañar a mi madre antes del parto y estar allí para mi presentación. Aquel plan de verme obligada a socializar nada más aparecer en el mundo no creo que fuese de mi agrado y, ya que la salida dependía en parte de mí, preferí adaptarme a mi nuevo ambiente sin rodearme de tanta gente. Mis padres y los médicos eran más que suficientes.
Cuando mis abuelas se enteraron, aceleraron los trámites aún pendientes. La Baronesa se quejó porque los choricillos para su hija no iban a estar bien curados con tanta prisa. Un alma caritativa la informó, con su mejor intención, de que no debía preocuparse por los embutidos, su entrada no estaba permitida en Canadá. La Baronesa se alarmó al conocer aquel dato. ¡Aquello era inaudito! ¿En dónde estaba su hija? ¿Qué país era ese para aprobar esas leyes? No quería ni imaginarse la clase de porquerías que comerían allí. Esa regla carecía de sentido y, por supuesto, no veía razón alguna para cumplirla. Ya se las apañaría, encontraría alguna artimaña.
Ya se había figurado que un lugar en el que se necesitaba un abrigo en Mayo no debía de ser un sitio muy recomendable para vivir. ¡Pobre hija! ¡Qué frío no pasaría! ¡Y encima sin chorizos de ningún tipo! ¡Con el calor que ya hacía en Linares! La mera idea de ponerse un abrigo hacía que le entrasen sudores. ¡Con lo qué pesaba! Claro que... ¿Por qué no? Si metía los chorizos bajo el forro seguro que nadie sospecharía. Antes debía envolverlos con cuidado, no fuesen a delatarla por el olor. Descosió el forro y lo cosió de nuevo con los chorizos colocados dentro del dobladillo. Comprobó las costuras y se cercioró de que no se notase nada. Incluso tenía mejor caída.
Se encontró con su consuegra en el aeropuerto. Viajarían juntas. Para ambas era la primera nieta y las dos estaban emocionadas. ¿Y si le contaba su pequeño secreto? He cosido unos choricillos para nuestros hijos dentro de mi abrigo, susurró. Su reacción le sorprendió. ¿Qué le pasaba? ¡Se había quedado blanca! Lanzaba miradas aterrorizadas a su alrededor. ¡Qué mujer más poco discreta! ¡Con semejantes aspavientos todos se darían cuenta! No se le ocurría nada para tranquilizarla. Quizá si la ponía más nerviosa... ¿Te figuras que no despega el avión?, le preguntó, parece un trasto demasiado pesado. ¡Vaya! Con su guasa había logrado parte del efecto del que se esperaba, la pega es que ahora eran las dos abuelas las que estaban pálidas. Al menos era por otro motivo.
¡Qué viaje más largo! ¡Qué asientos más estrechos, seguro que el que los había diseñado nunca se había sentado en ellos! Por no hablar de la comida ni del choque al tomar tierra. Aún le temblaban las rodillas al bajar las escaleras. ¿Por dónde se salía del aeropuerto? Dibujos de maletas y carteles de Sortie y Exit, pero en ninguno se leía Salida. No entendía ni palabra de lo que decían. Un policía gritaba algo pero si no hablaba más claro que no la culpara por no hacerle caso. Mejor no pararse y seguir a los otros. ¡Menos mal! ¡Al fin veía al catedrático!
Sin duda era digno hijo de su madre, le mudó la cara de la misma manera al explicarle lo de los chorizos. Igual que ella tampoco se desmayó. Bien pensado, si le hubiese sobrevenido un ataque de flojera no habría estado tan mal. ¡Qué rápido andaba siempre este hombre! ¡Cuánta brusquedad, qué prisas! Tiraba de nosotras como si nos quisiera sacar de allí a rastras. ¡Cómo protegía el abrigo! Lo abrazaba con el suyo como un tesoro. ¡Qué ansioso! No tenía por qué preocuparse: ¡había chorizos para todos!
Sin duda era digno hijo de su madre, le mudó la cara de la misma manera al explicarle lo de los chorizos. Igual que ella tampoco se desmayó. Bien pensado, si le hubiese sobrevenido un ataque de flojera no habría estado tan mal. ¡Qué rápido andaba siempre este hombre! ¡Cuánta brusquedad, qué prisas! Tiraba de nosotras como si nos quisiera sacar de allí a rastras. ¡Cómo protegía el abrigo! Lo abrazaba con el suyo como un tesoro. ¡Qué ansioso! No tenía por qué preocuparse: ¡había chorizos para todos!
2 comentarios:
Gracias Sol por felicitarme con esta historia tan divertida.
... Ay, las mujeres de otros tiempos... ¡Qué carácter! Par alimentar gratamente a su prole eran capaces de todas las artimañas. Y... para colmo "los demás eran tontos" o poco menos.
Genial.
La abuela era un crac, esta historia siempre me ha encantado. La última vez que vino mamá pensé que igual se arriesgaba y se metía un poquillo de jamón del bueno en alguna parte pero no hubo suerte. De todas formas sigo diciendo que la comida es quizás de las cosas que menos hecho de menos. Siempre lo material se puede sustituir, lo que no se puede sustituir es todo lo demás. Besos para todos y por supuesto para una de mis grandes maestras, he sido una de esas privilegiadas que ha tenido muy buenos maestros en su vida.
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