¿Exagero? Me han tenido todo el día a rastras por el suelo, de un lado a otro, sin parar ni un momento. No me gusta salir, odio las aceras, están duras y es fácil tropezar. No hay nada como una alfombra con su lana mullida y cálida. Es el mejor colchón. Las escaleras me matan, al subir me golpean pero lo que de verdad temo es la bajada. Ese momento en el vacío es lo peor, cuelgo de la nada, no tengo a qué aferrarme, siento cómo me deslizo. El pánico me invade, pero no sirve para encogerme. Tiemblo ante la idea de soltarme y caer. Notar el roce del apoyo me alivia, aunque enseguida le sigue el impulso que me pone al borde del abismo.
Lo peor es la impotencia, el no depender de mí. Cualquier despiste me baña en agua o, ¡qué horror!, en el infame lodo. Claro que todo es susceptible de empeorar, pero esa alternativa no me la quiero ni imaginar. Me expongo a un sinfín de riesgos, sin pretenderlo. Los pisotones están a la orden del día, es difícil que no me aplasten a lo largo del día. Mi tensión la descargo contra los pedales del coche, aunque son vengativos, si no tengo cuidado me arañan el tacón. Del transporte público prefiero no hablar. No, de veras, no insistáis. Cada viaje es un sinvivir.
No se me respeta. Al principio casi me veneran, pero luego, a escondidas me abandonan debajo de las mesas. Para colmo, antes de levantarse, me recogen sin mirar y se introducen en mi interior con giros de sacacorchos. Es una crueldad.
Lo mejor del día: el final. Llegar a casa. No me importa que me dejen tirado en la entrada y me sustituyan por unas vulgares zapatillas; ese momento de expansión es lo más parecido a la libertad. Por desgracia dura poco, no tardan en recogerme para apilarme, de cualquier modo, entre el resto del montón.
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