Al salir del portal hacia la izquierda, tras doblar la esquina y cruzar la calle, llegábamos al parque del Poniente. Allí nos bajábamos los fines de semana, y también algunas tardes, a jugar con las amiguitas, nuestras vecinas de enfrente. Si hacía mal tiempo las puertas de ambas casas se abrían y saltábamos de una a otra sin remilgos. Con ellas las horas transcurrían en un santiamén. Por aquel entonces eramos tan pequeñas que todo nos parecía enorme, más tarde he descubierto que aquella percepción no se ajustaba a la realidad y que nuestro lugar de juegos apenas era más grande que una plaza o un jardín pero, aún así, en mis recuerdos conserva el tamaño de mi ilusión de infancia.
El jardín contaba con dos zonas de columpios separadas por una explanada de hormigón en la que se celebraban partidos de minifutbol. En medio de aquel campo improvisado estaba la fuente en la que saciábamos nuestra sed, aunque convenía beber con escudo para evitar ser víctima de un balonazo (ningún equipo paraba el juego porque una chica quisiera beber, la caballerosidad no caracterizaba a aquellos equipos). La parte más cercana a la entrada la reservábamos para críos con sus madres, para nuestro gusto, estaba demasiado concurrida. Solíamos estar por allí de paso, cuando la atravesábamos a plena carrera durante nuestros juegos: el escondite, policías y ladrones, la guerra de pandillas (contra los chicos del fútbol) o, si acaso nos daba por serenarnos, nos instalábamos en un rincón para saltar a la goma.
Para dedicarnos a nuestra diversión más habitual, escalar y hacer el cafre, nos íbamos al recinto más alejado. Recuerdo una plataforma que giraba a toda velocidad alrededor de un eje central tras impulsarla a la carrera. Subirse a ella tenía su ciencia, además de poner a prueba el sistema vestibular de cualquiera (sin duda el nuestro funcionaba de maravilla). Nos encantaba el tobogán, era tan alto que se quebraba a la mitad (detalle que seguro que nuestros padres agradecían pero que nosotros no, nos fastidiaba infinito frenar a medio camino). Por supuesto no se subía por la escalera sino a gatas por la rampa. Lanzarse sentado no tenía alicientes salvo que se hiciese sin manos. Deslizarse tumbado, cabeza arriba o cabeza abajo (versión Superman) daba más miedo, entrañaba más riesgo y, lógicamente, despertaba mucho más interés. Afortunadamente el tobogán terminaba a ras del suelo, en un hoyo lleno de arena que amortiguó más de un golpe. Aún hoy opino que aquel era el tobogán perfecto: no apto para cobardes. Su altura imponía y tirarse por él requería cierto grado de valor. No obstante, estaba tan bien diseñado que nunca nos hicimos daño.
2 comentarios:
Recuerda que la plaza de Poniente acogía además dos sitios que hacían las delicias de grandes y chicos: la confitería de Palacios en una esquina, en los edificios que rodeaban la plaza, con aquellos dulces exquisitos; y en la esquina opuesta, pegado a la valla del parque, el puesto de churros y buñuelos, tan huecos y calentitos. Creo que de ellos has hablado en alguna ocasión, pero quizá sea oportuno señalar que en ese espacio no muy grande de la plaza encontrábamos todo lo que pueden desear unos niños -y más- en una tarde de juegos.
Tu relato me ha estimulado la memoria y el comentario de Señora, directamente el estómago. Qué felices éramos entonces, sin hipotecas, sin crisis, sin la espada de Damocles pendiendo sobre nuestras cabezas. Seamos niños otra vez y olvidemos las partes feas de la vida. Yo lo he logrado un rato, mientras te leía. Un beso.
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