En ocasiones tener un amigo que nadie más ve puede resultar bastante incómodo. Los demás siempre se refieren a Luz como mi amiga invisible. No me explico qué clase de ceguera padecen porque Luz tiene poco de invisible.
Somos inseparables. Me acompaña al colegio y allí sí que supone una ventaja su invisibilidad para el resto. Cuando me preguntan y no sé la respuesta, siempre me echa un cable. Es tremendamente lista, ha leído muchos libros, conoce infinidad de historias y le gustan las matemáticas casi tanto como a mi abuelo. De vez en cuando me pide que le preguntemos alguna duda para que nos dé una de sus lecciones.
Duerme conmigo y no para de moverse en toda la noche. Para compensar, procuro quedarme en una esquina de la cama lo más quieta posible. No obstante, todas las mañanas mamá se queja porque dice que mi cama amanece como si hubiesen pasado por ella una manada de bisontes en estampida. Por mucho que se lo explique, no comprende que no es culpa mía. Entre eso y que describe la habitación como una leonera está claro que mi cuarto reúne las condiciones idóneas para un safari. No sé si fue ese el motivo detrás de la vocación de Luz.
Como premio a las notas de matemáticas, el abuelo nos llevó al circo. A mí me gustaron los trapecistas pero Luz se enamoró de los elefantes. Decidió convertirse en domadora de elefantes. El problema vino cuando resolvió llevarse un elefante a casa, para practicar, se justificó. Traté de disuadirla por todos los medios, sin ningún éxito. Me prometió que nadie lo vería. ¿Cómo demonios iba de dejar de ver nadie a ese cuadrúpedo de más de 2 metros de altura?
El elefante nos acompañó a casa. Me sorprendió que mi abuelo no dijera nada al respecto, pero si estaba distraído con alguna de sus cuentas, tampoco era de extrañar. Mamá tampoco se quejó y llevamos al elefante a la habitación. Costó un poco que pasase por la puerta pero Luz le convenció, y ambas le empujamos, y así conseguimos meternos los tres en el cuarto. Movernos dentro de él supondría otro problema que habría que solucionar.
No sé si es que el elefante era muy colaborador, o Luz muy buena domadora, pero el caso es que los tres nos acoplamos bastante bien. Gracias a su trompa se compensaba la limitación de espacio. Contar con la flexible probóscide de un elefante a la hora de alcanzar los objetos de las estanterías más altas resulta muy cómodo. No necesitaba moverme de la cama, el único rincón libre, para coger mi ropa y mis libros. Por las noches la trompa descansaba encima de nosotras, y nos fijaba al colchón. El estado de las sábanas mejoró, aunque mamá no se explicaba por qué el pobre colchón estaba cada día más machacado.
No se puede mantener un elefante encerrado en un dormitorio todo el día, y menos aún si es un animal dependiente que sufre ansiedad de separación. Salía y entraba, con cierta dificultad, del cuarto y nos acompañaba a todas partes. Se sentaba detrás de nosotras a la hora de las comidas, aunque había que estar siempre pendiente para que no tirase nada por accidente. Por supuesto siempre era por mi culpa, aunque el desaguisado en cuestión hubiese sucedido 3 metros por detrás de mí. También venía al colegio pero, tras soportar una mañana el jaleo que reinaba de la clase, declaró que prefería quedarse en el patio. Era muy bueno en los deportes de pelota y con él gané la fama de ser, no sólo una delantero-centro infalible, sino también una portera imbatible.
Lo que más le gustaba era el parque. Allí campaba a sus anchas y había que persuadirle para regresar a casa.
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