Jessie Willcox-Smith |
Me pasa con la idea de ser designada para encargarme de comprar los regalos de cualquier celebración. Me halaga la petición, aunque no tengo claro si la principal razón de la misma se debe a mi buen criterio o si se trata, simple y llanamente, de una cuestión de disponibilidad. Me gusta comprar, incluso se puede considerar que demasiado, sobre todo si mientras tanto me doy un paseo por barrios como el de Salamanca o Chueca. Disfruto al asomarme a los escaparates y cuando entro en tiendas conocidas, y por conocer, para rebuscar entre cientos de cosas y finalmente escoger algo entre lo expuesto mientras pienso en la ilusión que le hará recibirlo a la persona a la que va dirigido. No obstante, en este tipo de cometidos, también me agobia un poco la responsabilidad de representar al resto de la familia y tener que inferir sus preferencias. La obligación de adaptarme a un presupuesto restringido no me resulta apetecible, aunque reconozco que, en mi caso, es una medida muy prudente.
El dilema se presenta cuando encuentro el regalo perfecto pero este se sale del límite máximo acordado. Tengo tres opciones: dejarlo allí, regatear y conseguir un descuento de "cliente habitual" (alternativa algo incómoda pero efectiva en momentos de crisis en los que las tiendas están más que receptivas a estas artimañas) o, poner de mi bolsillo la diferencia (siempre y cuando no se trate de una cantidad desorbitada, en cuyo caso suele ser necesario dedicarse a la misión imposible de intentar encontrar un equivalente a un precio razonable. Para colmo de males, una vez que el cerebro ha etiquetado el objeto en cuestión como "el regalo perfecto" parece bloquearse para más hallazgos). Hay un motivo de peso por el que me conviene resistirme a acceder a este tipo de encomiendas: son un factor de alto riesgo para controlar mi caprichosa adicción a las compras ya que con mucha frecuencia, durante mi recorrido, me prendo de algo sublime para autorregalarme.
A la misma familia de las quejas anteriores pertenecen las que surgen cuando hay que ocuparse de organizar algún evento. En este caso son eventos de índole laboral, ya que para los eventos familiares hay voluntarios más que suficientes. La labor más complicada es la de poner de acuerdo a todos los participantes y la parte desagradable, la de escuchar las reclamaciones de los que no les va bien lo acordado, aunque muchas veces las hagan a posteriori. Los chinches de turno, que siempre son los mismos, no suelen mostrar inicialmente ninguna pega al respecto y prefieren esperar a que todo esté fijado, y prácticamente confirmado, para hacerse oír (con megafonía). En mi servicio la situación llegó a un punto en el que tiré la toalla, dije ¡basta! y dejé que se apañasen por su cuenta. Consiguieron quemarme la sangre de tal manera que no participo ni en comidas ni en regalos y tampoco estoy dispuesta a hacer concesiones al respecto.
Otro ejemplo de teatral autocompasión, al menos en mi caso concreto, es el de la cirugía en las guardias. No es algo que me moleste en sí una vez metida en faena. Claro que antes hay que pasar por el momento de agobio que supone cualquier desplazamiento con el tráfico madrileño. Además, está todo lo que conlleva su carácter de urgencia: las prisas por casos que no admiten ningún tipo de espera y que agravan el estrés del trayecto, la parafernalia que conlleva preparar un quirófano, el tener que sacar tiempo de debajo de las piedras para avisar a todos los implicados tanto médicos como familiares, y de indicar el instrumental necesario al personal de enfermería de guardia, generalmente poco habituado a los entresijos de la especialidad. La euforia llega después, junto con el agotamiento de la tensión, cuando todo se ha resuelto satisfactoriamente y una disfruta de la sensación de haber hecho algo útil.
Por desgracia hay otro tipo de gruñidos que suponen tan sólo una vía de escape de humos coléricos. Estos no aúnan ningún factor mitigante y son provocados por: la mala idea, la manipulación, el abuso y las luchas de poder, la estupidez, la intransigencia y la falta de educación y respeto. En estos casos lo único que se puede hacer es aplicarse para limitar el trato a lo mínimo imprescindible con semejantes dechados de virtudes y, en el caso de estar obligado a sufrirlos, buscar consuelo en el sarcasmo, aunque eso no siempre sea posible.
1 comentario:
Desde luego la cita de hoy es perfecta "Nunca falta alguien que sobra". No sé si me he levantado tan gruñona como tú pero estoy segura de que hay muchas personas que sobran o que serían reemplazables por otras de mucha más valía personal y profesional. La verdad es que muchas veces tenemos ideas parecidas pero para sobrevivir "en este mundo traidor" hay que disimularlas tras una sonrisa ¿simpática, irónica o sarcástica? Jejeje ¡eso es lo que no pueden saber!
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