martes, 11 de junio de 2013

Recuerdos de Lisboa

Lisboa está situada en un emplazamiento precioso, para el que conviene ir en forma y entrenado en el deporte de la escalada  Sus maravillosas panorámicas se deben a su situación sobre una serie ininterrumpida de colinas que obligan al visitante, además de a los habitantes, a subir y bajar cuestas constantemente. Aunque parezca que lo peor es la subida, al cabo de un par de días, cuando las piernas sufren los tirones de las agujetas, la bajada impone verdadero pavor. Merece la pena, además de tonificar los músculos se disfrutan de unas vistas increíbles desde cada una de sus cimas.

La ciudad posee un gran encanto. Es un encanto viejo, decrépito en algunos rincones. En algunas zonas los claros dejados en las fachadas por los azulejos azules desprendidos despiertan la impresión de que el resto también está a punto de caerse a pedazos. El empedrado le da un aire antiguo aunque sus irregularidades obligan a andar con mucho tiento. Llama la atención la cantidad de "viejas con muletas", según la caritativa expresión de House, que pasean por la ciudad. La traumatología y la ortopedia deben de ser las actividades más rentables a las que dedicarse. El clima contribuye con su granito de arena, en este caso con sus gotas de agua: llueve con mucha frecuencia (y a veces con muchas ganas, de manera imprevista y con un fuerte viento asociado, de esos capaces de llevarse las mesas, sombrillas y sillas de cualquier terraza, como pudimos comprobar en vivo y en directo). El suelo, resbaladizo de por sí, se transformaba en una auténtica pista de patinaje. Esos días las abuelitas debían de estrellarse por cientos y ya se sabe que, a partir de cierta edad, la cadera es quebradiza y los huesos frágiles.

La comida era sencillamente fantástica. En Lisboa, y en el resto de Portugal, probar el bacalao es obligado. No soy nada bacalaera, incluso en ese detalle me parezco a mi abuela paterna pero, afortunadamente, existe la versión 'a bras', con su cebollita pochada y su huevo jugoso, cubierto por crujientes patatitas paja que camuflan la textura del bacalaó. Nos pusimos las botas de exquisiteces: pescado fresco, marisco de todo tipo y, como colofón, los postres, caseros e irresistibles. Eso por no hablar del vino y del inolvidable y adictivo oporto, del que dábamos buena cuenta en nuestras tertulias de sobremesa en los sillones del bar del hotel. El primer día nos bebimos un par de botellas de una cosecha con más solera que yo. Su precio nos preocupó sólo cuando ya era demasiado tarde.
Continuará

2 comentarios:

amigademadre dijo...

¡Qué agradable recibir el día en Lisboa gracias a tí! El encanto de la ciudad es incomparable y las subidas y bajadas (¿recuerdas Sol?) pueden hacerse por los más añosos como yo en los deliciosos tranvias. La gente encantadora y el "camino del rio al mar" entre bellísimas obras de arte para no olvidar.

Manuel Márquez dijo...

Hola, Sol, buenos días; hace muchos, muchos años que estuve en Lisboa, y guardo un gratísimo recuerdo de la ciudad: bella, íntima, acogedora. Supongo que ahora, en la situación de crisis tan brutal que vive Portugal (bueno, no solo Portugal, ya se sabe...), la coyuntura económica debe reflejarse de alguna manera, pero aún así no creo que haya perdido su encanto. Estaremos atento a las continuaciones...

Un abrazo y hasta pronto.