Eran horarios de comidas una hora antes que en la granja y con digestiones una hora más largas. Preparar gazpacho en cuencos de barro. Pasar siestas en penumbra, despiertos en el salón, delante del televisor sobre sillas que se pegaban a la piel incluso a través de la ropa. Salir al calor del sol y reírnos al oír los ronquidos del abuelo a través de la ventana. Entrar en el piso de abajo fresco y casi desierto con una diana sin dardos y una bombilla roja de aviso en la habitación oscura del padrino. Descubrir los líquidos de revelado y la magia de las imágenes que surgían sobre el papel fotográfico. Pasear entre encinas viejas y abedules jóvenes y sentarse bajo el madroño. Acercarse a la valla rodeada de chumberas. Oler el aroma de los arbustos de rosas y el frescor de las hojas del eucalipto oculto en un lateral. Correr y resbalar por caminos de tierra y esperar y desesperar a que llegase la hora de bañarse, otra vez, en la piscina. Leer libros clásicos de una colección encuadernada en color vino o escuchar las historias conocidas, y mil veces repetidas, de una juventud, que nos sonaba lejana, hecha de pretendientes, amigas, hermanos, travesuras, colegio, trabajo y guerra. Cortar muñecas de papel y vestidos con pestañas. Aprender a coser, a tejer, a hacer alfombras y crochet. Jugar a las cartas y también al dominó. Era una eternidad de tres horas hasta bañarse, ¡por fin!, justo antes del atardecer.
"Me pregunto si las estrellas se iluminan con el fin de que cada uno pueda encontrar la suya." El Principito.
viernes, 2 de mayo de 2014
En el chalet
Los veranos en el chalet eran desayunos casi al alba con el sabor dulce de la leche condensada. Levantarse los domingos y meterse en la cama con la abuela para montar tiendas de campaña bajo las sábanas. Bañarse en la espuma de un gel color rosa. Hacer la cama y estirar tanto la colcha que rodase una pelota. Sufrir lecciones por la mañana, con cuadernos de verano, lecturas obligatorias, dictados, ortografía y planas. Era cultivar la huerta, el orgullo de mi abuelo, y contemplarle entre las matas con su gorro de paja, su bañador azul de rayas y sus alpargatas. Tender la ropa fuera, sobre una cuerda extendida bajo las nubes más altas. Montar en bicicleta y experimentar el vértigo desbocado de volar, cuesta abajo, por pendientes empinadas de montaña. Tirarse a la piscina, entre acrobacias, subir a la piragua y ver al abuelo disfrutar, largo tras largo, dentro del agua mientras la abuela, enfundada en su bañador verde, nadaba ladeada. La llegada de mis tíos en moto, saltando por las rampas como locos, y querer ir tras ellos de mochila, agarrados a su espalda, y dar botes sobre el sillín. Era mi abuela escandalizada si nos pillaba.
Eran horarios de comidas una hora antes que en la granja y con digestiones una hora más largas. Preparar gazpacho en cuencos de barro. Pasar siestas en penumbra, despiertos en el salón, delante del televisor sobre sillas que se pegaban a la piel incluso a través de la ropa. Salir al calor del sol y reírnos al oír los ronquidos del abuelo a través de la ventana. Entrar en el piso de abajo fresco y casi desierto con una diana sin dardos y una bombilla roja de aviso en la habitación oscura del padrino. Descubrir los líquidos de revelado y la magia de las imágenes que surgían sobre el papel fotográfico. Pasear entre encinas viejas y abedules jóvenes y sentarse bajo el madroño. Acercarse a la valla rodeada de chumberas. Oler el aroma de los arbustos de rosas y el frescor de las hojas del eucalipto oculto en un lateral. Correr y resbalar por caminos de tierra y esperar y desesperar a que llegase la hora de bañarse, otra vez, en la piscina. Leer libros clásicos de una colección encuadernada en color vino o escuchar las historias conocidas, y mil veces repetidas, de una juventud, que nos sonaba lejana, hecha de pretendientes, amigas, hermanos, travesuras, colegio, trabajo y guerra. Cortar muñecas de papel y vestidos con pestañas. Aprender a coser, a tejer, a hacer alfombras y crochet. Jugar a las cartas y también al dominó. Era una eternidad de tres horas hasta bañarse, ¡por fin!, justo antes del atardecer.
Eran sombras largas y horizontes de sol al ponerse tras las montañas. Soñar con perseguir la estrella para encontrar su refugio en la sierra. Regar con el sonido de la manguera sobre los lirios violetas de la escalera y el olor a tierra mojada en las baldosas de grava, el fucsia de los dondiegos al abrise de noche y anocheceres en la medialuz del porche con cenas bajo el farol. Cenar tortilla francesa y ensalada de tomates recién cogidos de la rama. Terminar con leche merengada helada, yogures de yogurtera y postres de Alsa. Oír niños a acostarse, al cine de las sábanas blancas, mientras los mayores cenan. Eran literas, trepar a la de arriba y dormir bajo el runrún cansino de las chicharras que entraba por la ventana.
Eran horarios de comidas una hora antes que en la granja y con digestiones una hora más largas. Preparar gazpacho en cuencos de barro. Pasar siestas en penumbra, despiertos en el salón, delante del televisor sobre sillas que se pegaban a la piel incluso a través de la ropa. Salir al calor del sol y reírnos al oír los ronquidos del abuelo a través de la ventana. Entrar en el piso de abajo fresco y casi desierto con una diana sin dardos y una bombilla roja de aviso en la habitación oscura del padrino. Descubrir los líquidos de revelado y la magia de las imágenes que surgían sobre el papel fotográfico. Pasear entre encinas viejas y abedules jóvenes y sentarse bajo el madroño. Acercarse a la valla rodeada de chumberas. Oler el aroma de los arbustos de rosas y el frescor de las hojas del eucalipto oculto en un lateral. Correr y resbalar por caminos de tierra y esperar y desesperar a que llegase la hora de bañarse, otra vez, en la piscina. Leer libros clásicos de una colección encuadernada en color vino o escuchar las historias conocidas, y mil veces repetidas, de una juventud, que nos sonaba lejana, hecha de pretendientes, amigas, hermanos, travesuras, colegio, trabajo y guerra. Cortar muñecas de papel y vestidos con pestañas. Aprender a coser, a tejer, a hacer alfombras y crochet. Jugar a las cartas y también al dominó. Era una eternidad de tres horas hasta bañarse, ¡por fin!, justo antes del atardecer.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
4 comentarios:
Hola, Sol, buenos días; suenan tan vivos esos recuerdos, y desprenden un cariño tan grande hacia ellos tus palabras. Poco más. Nada más.
Un abrazo y buen fin de semana.
Qué bonitos tus recuerdos. Se parecen tanto a los míos que si cambio el eucalipto por un melocotonero enorme y el dondiego por una adelfa rosa, podría creer que estás hablando de mi infancia. Todo eso no era, porque sigue siendo en tu memoria. Tú haces que todo siga vivo. Un abrazo.
Hermosa descripción. Toda una vida en un folio. No resulta difícil entrar en tus recuerdos. Finalmente, no cabe duda: nada hay más importante que los sentimientos.
Mucho mejor. Precioso texto.
Publicar un comentario