Camino por la playa, justo al borde del mar, sobre la arena compactada por el agua. El sol pica y agradezco el frescor húmedo de la tierra. Me doy la vuelta y observo el trazado dibujado por mis pasos. El arco de mis pies descalzos está grabado mil veces sobre la alfombra de barro. Espero a que la lengua de las olas la alcance y borre mi rastro. Noto su beso frío sobre mi piel. Un beso que, al retirarse, se lleva mar adentro el recuerdo de mis huellas.
Abro los brazos contra el viento, sin oponer resistencia. Es una brisa vibrante y rápida, que barre mi piel y penetra por cada recoveco en un cosquilleo delicioso. Siento como me traspasa. El aire despliega mis plumas, que se alzan a mi espalda y se agitan libres, invisibles y ligeras. Separo aún más los brazos y me dejo llevar hasta notar que se alargan y se estiran en alas.
Prosigo mi recorrido con los ojos cerrados. Floto, planeo, chapoteo. Me olvido de mis piernas, no sé si en realidad se mueven, si avanzo apoyada en ellas o si, llegado ese momento, no es más que el sonido de las olas en el viento lo que sostiene mi cuerpo.
2 comentarios:
Feliz cumpleaños, cuñado. Seguramente podamos celebrarlo con el mio.
Para los que vivimos pegados al mar esa sensación es cautivadora y casi diría que adictiva pues no te cansas de probar hoy y mañana también. Muy recomendable para los estresados ya que calma, relaja y tonifica el alma. ¡Me ha gustado mucho sol! Supongo que son tus dotes de escritora…
Un cordial saludo.
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