La pasión por los zapatos, con especial debilidad por los de tacón, hace que cuando salgo con el propósito de comprarme unos zapatos cómodos, mis planes se suelan frustrar y en su lugar regrese a casa con unos maravillosos y altísimos tacones de los que me he tenido la desgracia de enamorarme a primera vista. Es una pena que este tipo de calzado no sirva para caminar, y eso pese al esfuerzo que una hace para engañarse a sí misma y autoconvencerse de que, además de bonitos, son cómodos. Esa alegación se refuerza cuando el trayecto se limita a ir de la casa al coche y viceversa. Tampoco da problemas en el trabajo, siempre y cuando nos limitemos a las jornadas quirúrgicas, en las que esas preciosidades se quedan en la taquilla para ser sustituidas por los antiestéticos zuecos. De hecho, cuando mi uniforme diario durante la residencia consistía básicamente en el pijama y los susodichos zuecos, sustituí el espantoso modelo de estos últimos que suministraba el hospital por otro mucho más mono. Para esa ocasión lo escogí sin tacón, pero aún así mis zuecos llamaban la atención y más de una me preguntó por ellos. Ahora no tengo que convivir tantas horas con ellos como por aquel entonces, así que soporto su diseño sin problemas. Como además tocan cuando hay cirugía, mi cabeza tiene otros temas en los que ocuparse y con los que disfrutar y no me hacen falta tacones hacia los que desviar la atención. Cuando se tiene un bisturí en la mano las distracciones tampoco son demasiado recomendables. El día de consulta, aunque por lo general hay que caminar poco, y tan sólo trechos cortos, son muchas horas y los pies se resienten ligeramente hacia el final de la misma. De hecho en alguna ocasión me he descalzado en el descansillo, porque ya no veía el momento de apoyar algo más que los metatarsianos. Lo peor son esas mañanas en las que no se para de recorrer pasillos, ni de subir y bajar las escaleras del hospital. Al cabo de unas horas una comienza a plantearse la sensatez de su elección.
He descubierto que semejante "tara" es de origen genético. Dada su elevada incidencia en las féminas creo que debe tratarse de un gen dominante ligado al cromosoma X. En mi caso concreto, proviene de mi abuela paterna. Ya comenté que le gustan mis historias por lo que le imprimí algunas de las entradas del blog para que las leyese. Dado que este cada vez se perfila más en una línea familiar, cuando fui a visitarla el pasado domingo le pregunté por sus mejores recuerdos, con la intención de dedicarle un post por su cumpleaños. Me contó un montón de historias con las que voy a tener material de escritura para varios días. Como consecuencia de ello no va a tener un único post, o tendría que subdividirlo en capítulos. Con este comienza la saga.
La primera memoria que le vino a la cabeza fue un recuerdo de su infancia. Mi abuela era la pequeña de sus hermanas, con una diferencia de más de 10 años con las mayores. Cuando éstas salían, según oía el sonido de la puerta al cerrarse, aprovechaba su ausencia y corría como una flecha escaleras arriba. Entraba en su habitación y sacaba del armario los zapatos con el tacón más alto que pudiese encontrar. Pese a ser varios números mayores que sus pequeños pies, se los ponía y caminaba con ellos con soltura hasta que oía pasos en los alrededores del pasillo. En ese caso se apresuraba a guardar las pruebas de su fechoría antes de ser pillada in fraganti. Supongo que el ruido del chancleteo la delataba y que dependía del humor de los adultos el tiempo de permiso de extranjis que se le concedía. En alguna ocasión o bien la tolerancia disminuyó o bien su disfrute le hizo bajar la guardia y fue descubierta en su travesura, con la consabida regañina. Pese a ello, el haberlos llevado ese rato la compensaba con creces por el castigo y, además, le hacía sentirse feliz.
Mucho tiempo después, mi hermanísima copiábamos a nuestra abuela con los únicos zapatos de tacón que tenía mi madre. Eran unos zapatos de salón con un bonito lazo de cuero negro. Al parecer costaron en su momento algo así como la mitad de su sueldo de un mes. Sin lugar a dudas eran nuestros favoritos por lo que supongo que mi ojo para escoger lo más caro debe de ser un don innato. Si se me suelta en una tienda desconocida, lo más fácil es que me vaya directa a algo en apariencia discreto, pero como bien dicen: las apariencias engañan, y en realidad su composición, diseño, corte, o simplemente su mera exclusividad, hacen que forme parte de la mercancía más valiosa de la tienda en cuestión. El caso es que cuando mi madre salía, hermanísima y yo, con muchísimo cuidado, paseábamos por el pasillo con sus bonitos escarpines. Después del desfile, al igual que mi abuela, los guardábamos con sumo cuidado, los colocábamos perfectamente en su caja y la dejábamos en su sitio exacto para evitar que se notase nuestro paso. Claro que, en ocasiones, nuestra huella era indeleble.
1 comentario:
M hermana Ro también es de las tuyas; igual que mi madre, adoran los zapatos. No quiere decir que a las demás no les gusten(bueno, yo prefiero la comodidad, no me veréis con tacón de aguja jamás, aunque sí algún tacón no demasiado alto para no caerme) pero reconozco que hacen las piernas más bonitas...
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