martes, 16 de abril de 2013

Aprender a perder

Ed Copley
La competitividad es inherente a la naturaleza animal. Es instintiva y necesaria para la supervivencia tanto dentro como fuera de la manada. Sólo los más fuertes sobreviven. El vencedor domina al vencido que debe someterse a su decisión. Los juegos de los cachorros los entrenan para la verdadera lucha posterior contra sus inclementes enemigos, sin jueces ni árbitros que detengan la contienda, en la que suele ser la vida lo que está en juego.

En los humanos los primeros rivales son los hermanos, que se enfrentan entre ellos para afianzar su posición de honor en la familia. Según se adquieren nuevas capacidades, se abandona la violencia y se busca la forma de resaltar los logros para destacar sobre el resto. Los juegos pasan a poseer una parte de competición y otra de estrategia. No sirven tan sólo para saborear las mieles del triunfo sino que constituyen un entrenamiento para la convivencia en sociedad. La derrota no tiene el mismo significado dentro de la civilización. Se aplica la razón de una manera lúdica que enseña a reconocer y a asumir las limitaciones, no sólo para superarlas y superar así a los demás, sino también para aceptarlas de manera que, en el futuro, pueda evitarse la frustración por "culpa" de uno mismo. Nadie es a la vez el más guapo, el más listo, el más simpático y el más popular. Todas ellas son cualidades deseables en diferentes etapas de la vida y se podrá disfrutar de las que se detenten en su momento correspondiente, y envidiar al afortunado de turno cuando no le toque a uno el papel protagonista. Pretender serlo todo ya es un fallo que demuestra que no se es el más inteligente, y esforzarse demasiado por conseguirlo desemboca con frecuencia en situaciones incómodas, que pueden resultar incluso ridículas en ocasiones.

Ganar está bien pero es más importante aprender a perder. Nada mejor que adquirir esa enseñanza de forma lúdica durante la infancia, de esa manera resulta infinítamente menos traumático que caerse con todo el equipo de adulto. Son pequeñas curas de humildad que ayudan a asumir que no siempre se será el mejor en todo, y que tampoco logrará salirse siempre con la suya. De este modo uno se prepara para sobrellevar las negativas y las decepciones que, inevitablemente, se encontrará por el camino. No asimilar esta lección no sólo le convertirá en un pésimo compañero de juegos, en la que la rivalidad deja de ser algo divertido para convertirse en una competición de gladiadores en toda regla, con el honor en entredicho en caso de perder, sino que también le hará echarle íntegramente la culpa de sus fracasos al resto del mundo.

Disfrutar del éxito de los demás puede llegar a ser incluso más satisfactorio que aislarse en la burbuja del propio. Hay que saber compartir los triunfos tanto propios como ajenos. Si saber ganar es tan importante como saber perder, hacer bien ambas cosas no es fácil. Vencer no significa adquirir los derechos para burlarse del vencido: no es cortés, no es elegante, resulta zafio y le quita gloria al éxito. Por el contrario, un modesto triunfo en el que se alaban las virtudes del contrario, le convierte a uno en un buen oponente y le permite al resto congratularse sinceramente y celebrar la victoria, ganada a costa de su derrota.

1 comentario:

Manolo Torres dijo...

Magnífica reflexión la que indicas en esta entrada. El saber perder y el saber ganar, es algo que nos da una garantía de éxito en el estar contento con uno mismo. Saludos, manolo.