Estoy en una estación. Espero un tren que no viene. En el aire se distingue, al fin, el traqueteo monótono que delata su llegada. Su locomotora de hierro se recorta a contraluz. Remolca, junto con el humo de su chimenea, las sombras estiradas del sol poniente. El tren se para. Oigo un silbato y a mi lado se abre la ventana de un vagón. Una mujer me sonríe. Los ojos le brillan con un secreto que no puede contener. Es algo feliz, tan feliz que quiere gritarlo y reverbere en el eco. En medio del ruido me acerco para escucharlo. El tren arranca de nuevo. Su voz se aleja, la persigo, intento alcanzarla. No lo consigo y la pierdo.
Caigo de un relato a otro. Ruedo por una escalera. Me aferro a su balaustrada y es un tobogán de hielo. Me deslizo en su espiral y al final levanto el vuelo. Veo el cielo reflejado en el fondo de un estanque; miles de estrellas inundan de noche el agua. Al columpiarse en sus ondas salpican el aire de lluvia centelleante. Las gotas estallan en notas, suena música de vals y un árbol me saca a bailar. Giro y giro entre las ramas mientras el viento me canta las palabras de mi cuento. En el bosque hay una gruta en la que vive una bruja. Escribe cientos de conjuros con la magia de una pluma.
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