lunes, 29 de abril de 2013

Ballet

Whistlers-daughter- Joe Bowler
There are shortcuts to happiness and dancing is one of them! Vicki Baum.
¡Hay atajos hacia la felicidad y bailar es uno de ellos! Vicki Baum.

Un par de días a la semana, la salida del colegio de Valladolid, hermanísima y yo no volvíamos directamente a casa sino que nos íbamos a la academia de ballet de Marienma. Allí nos vestíamos con nuestras mallas azul celeste, unas medias de un color rosa muy pálido, y que nos encantaban por ser mucho más finas que los habituales leotardos del colegio, y nuestras preciosas zapatillas de ballet. Nuestro profesor se encargaba de vigilar que mantuviésemos siempre una postura correcta en la barra mientras cambiábamos las posiciones de brazos y pies y hacíamos series de demi pliés, grand pliés, relevés, rond de jambe y battements.

Una vez habíamos calentado, soltábamos la barra y pasábamos al centro de la clase dónde, según el día, realizábamos pasos encadenados de ballet, de sevillanas y prácticas de castañuelas. Los progresos se premiaban con un adelanto de fila, hasta alcanzar la privilegiada primera fila. No llegué hasta allí, aunque sí que me logré colocarme en las de en medio. Sin embargo, hermanísima nunca se movió de la última y, si hubiese sido posible, el profesor la habría bajado a un curso inferior (inexistente) durante las prácticas de castañuelas. Cualquier sonido que se asemejase a un repiqueteo seguro que no provenía de sus manos. Acabó tan frustrada que al año siguiente, para mi gran pesar, mi madre nos borró de la academia. En su lugar comenzamos con clases de francés en la Aliance Française. Creo que hermanísima se arrepintió de no haber sido más tenaz en el estudio de las castañuelas cuando tuvo que cambiar el Ria-ria-riapitá por el Voilà Alice! y los verbos franceses.

Tras mudarnos a Madrid, hermanísima vio la oportunidad de librarse de continuar con el estudio de aquel idioma y fue ella la que pidió volver a recibir clases de ballet. Empezamos a asistir a una Escuela de Música con profesores cubanos con los que, además del ballet, me tocó estudiar solfeo. Con mi gran oído musical no se puede afirmar que destacase en esa asignatura. Un dictado era un método de poner a prueba mi clarividencia:  apuntaba las notas al tuntún y, sorprendentemente, conseguía acertar alguna. No sucedía lo mismo durante las lecturas de entonación, a pesar de aprenderme previamente las lecciones de memoria. Afortunadamente la profesora tampoco tenía muchas ganas de ser torturada y solía dejarme tranquila en mi rincón de la última fila (en este caso sin posibilidades de progresión).

Zoe Mozert
El ballet me encantaba y si el precio que tenía que pagar por ello era sufrir en solfeo, lo asumía con tal de seguir bailando. Por aquel entonces, al igual que otras muchas niñas, decidí que quería ser bailarina. No tenía las mejores condiciones naturales para ello pero pensé que, a base de constancia y esfuerzo, superaría mis limitaciones. Me entregué a ello con todo, y en mi caso todo es demasiado, mi entusiasmo. Practicaba siempre que podía. Las puntas se convirtieron en mis zapatillas de andar por casa, el espejo de la entrada era un punto en el que fijar la mirada en las piruetas y el largo pasillo un escenario ideal que recorrer con "chainés". Por desgracia, mi cuerpo no se mostró dispuesto a soportar aquel ritmo y mis estiramientos me supusieron algunos pequeños, y reiterados, desgarros de fibras de isquiotibiales (que alivié a base de reflex y de los que no comenté ni mu en casa). Mis tobillos también me traicionaron con esguinces ante cualquier tonta torcedura (curiosamente nunca provocadas directamente por el ballet). Fue mi tendón de Aquiles el que terminó por dar al traste con mis pretensiones (abocadas indefectiblemente al fracaso). Tuve mejor suerte que el héroe y me rehice de la lesión sin más consecuencias, y a diferencia de House sin cirugía. El tiempo de inmovilización me sirvió para reflexionar con calma y tomar conciencia de la realidad.

Aún sueño que bailo, y soy feliz cuando lo hago. En esos momentos mi mente no distingue entre el mundo en el que duermo y en el que estoy despierta, así que, aunque sea en mi subconsciente, hay una parte de mí que  sí que ha logrado convertirse en una auténtica bailarina.


1 comentario:

Carmen dijo...

La verdad es que las clases de Valladolid eran una auténtica tortura: las de ballet y las de francés con la asquerosa Corinne. Cuando volvimos a Madrid disfruté mucho con aquella profesora que teníamos en la academia y que se hacía la loca cuando me daba por campar a mis anchas haciendo piruetas y trastadas. La verdad es que eramos tan diferentes que no sé cómo no me axfisiaste con la almohada. Jejeje. De todas formas, Dios me ha castigado y me ha mandado una réplica de cada una de nosotras para que escarmiente.