Abro la puerta del salón y descubro uno de esos instantes que se graban en la memoria. En la mesa desplegada mi abuela prepara el hojaldre. Lo afina, lo acaricia, lo dobla de nuevo y lo estira. En cada movimiento se levanta una nube de harina que espolvorea el aire de blanco y empolva sus brazos. El rodillo se desliza sin que lo pierda de vista. Con la punta de los dedos salpica la masa con unas gotas de agua helada que enfrían la mantequilla y separarán las capas. La pliega de nuevo y repite desde el principio cada maniobra.
El horno está ya caliente y huele a almendras tostadas. La base se extiende como una sábana. Se reparten sobre ella los hilos de cidra en almíbar, la almendra recién molida, la canela, se le ralla el chocolate y se cubre finalmente con el resto del hojaldre. Lo miro curiosa por el cristal mientras se eleva y se dora. Puedo distinguir sus láminas, casi oigo el ruido del roce que hacen al despegarse.
El aroma del pastel se cuela por toda la casa. Mi abuela tiene impregnado el mismo olor en su piel. Lo saca del horno, hinchado de calor bajo la costra tostada. Le espolvorea el azúcar y lo deja reposar. Poco a poco aparecen los golosos y la casa se llena de gente. Todos esperamos un trozo del dulce quebradizo y crujiente.
2 comentarios:
Unas palabras,un olor,una imagen...nos transportan sin avisarnos a tiempos vividos y en muchos casos añorados
esa receta ¡¡¡ queremos esa receta entera ¡¡¡ con ingrediantes, medidas y tiempos ¡¡¡
Golosos.
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