martes, 19 de junio de 2012

Cuentacuentos

Amelia Jane Murray
Cuando eramos pequeñas, durante las vacaciones, mi padre se encargaba a la hora de la siesta de entretenernos a hermanísima y a mí. Para lograrlo, nos hacía trucos de magia y nos contaba cuentos. Debo reconocer que sus dotes como mago dejaban mucho que desear. Su gran prodigio consistía en esconder una moneda entre los pliegues de una servilleta, doblada en cuartos, hacer unos pases circulares por encima mientras musitaba un mágico Abracadabra y soplar antes destaparla de nuevo. ¡Oh, sorpresa! ¡La moneda había desaparecido! Incluso yo, a mis tres años, fui capaz de descubrir su truco e incluso reproducirlo. Claro que él consiguió engañarnos y dejarnos con la boca abierta a hermanísima y a mí en, al menos, un par de sesiones de su espectáculo. Yo no gocé del mismo éxito. Creo que conseguí asombrar a hermanísima  pero ninguna otra víctima mordió el anzuelo. Todos, con gran sabiduría, revelaban el doblez correcto en el que estaba la moneda y yo, tras devolversela a su propietario, me marchaba del escenario arrastrando la servilleta en una mano, llena de frustración.

La verdad es que la magia era entretenida, pero con lo que verdaderamente disfrutaba era con los cuentos de mi padre. Al escuchar el crujido de las hojas según se acercaban sus pasos por el pasillo, mientras se dirigía hacia nuestra habitación, me estremecía con la ilusión de su contenido. Confirmar cuando entraba que, efectivamente, no me había imaginado aquel sonido y llevaba las anheladas páginas en la mano, me hacía sentirme inmensamente feliz. Eran historias maravillosas, escritas por él en unos folios finos, casi de papel de seda, con una estilográfica negra intocable y, cuyo simple aspecto me resultaba fascinante. Con mi impaciencia habitual deseaba ser capaz de leer por mi misma aquellos signos y sumirme a capricho y en profundidad en el mundo de aquellos relatos. Cuando aprendí la cartilla descubrí con desilusión que los manuscritos de mi padre aún quedaban lejos de resultar descifrables por mis capacidades, al igual que por los de una buena parte de la humanidad alfabetizada. Aquellos pequeños garabatos que poblaban sus páginas con infinidad de líneas finas y apretadas, hechas de palabras de trazos continuos, eran en realidad poco más que jeroglíficos. El problema radicaba en que ni los egipcios habrían sido capaz de descodificarlos sin entrenamiento previo.

Afortunadamente su autor comprendía su propia letra sin problemas y nos narraba de corrido aquellos relatos que recuerdo como sencillamente fascinantes. Por desgracia, nuestro particular cuentacuentos era inmune a nuestros elogios y, aún más, a nuestras peticiones de repetición. Los niños repasan las cosas que les gustan hasta la extenuación de los adultos y, de es modo, consiguen aprendérselas de memoria. Una única lectura bastaba para satisfacer mi curiosidad por los eventos de la narración, pero habría necesitado una segunda para, algo más calmada, ser capaz de retener su argumento. Lo que perdura imborrable en mi memoria es la alegría exultante de aquellos ratos.

Mi padre lo guarda todo, incluso nuestras notas y las fichas de la guardería. Por eso tengo la esperanza de que, algún día, recupere esas historias. La triste realidad es que ni siquiera él sabe dónde andan metidas, traspapeladas tras casi 40 años y varias mudanzas. ¡Sniff!

1 comentario:

El tito Paco dijo...

Me inclino a pensar que es una suerte que esos cuentos, probablemente no tan buenos, no aparezcan. La ilusión es más necesaria que la realidad, cuando de recuerdos se trata, y la ilusión de los niños lleva premio en sí misma. Llevo años disfrutando con la reiteración de una frase probablemente estúpida; pero infalible con los niños: "esa (camiseta, blusa o incluso falda) es mía; pero te la dejo". He tenido una amplísima variedad de reacciones, la última esta mañana, al despedir a una niña muy querida: "¿Mamá, por qué Paco me dice siempre que la ropa mía es de él; pero me la presta?". La respuesta de los mayores es siempre poco imaginativa, me temo: "Decile que porque a él le queda pequeña". No, la que me queda pequeña es mi imaginación, ante la de los niños.