domingo, 10 de junio de 2012

Glamour

René Gruau
Es probable que hasta mi cuarto año de Medicina no se despertase mi atracción por los tacones. Es cierto que mi madre tenía unos preciosos, que hermanísima y yo nos probábamos de vez en cuando.  No obstante, el hecho de que fuesen de la Señora y de que, pese al paso del tiempo, nuestros pies creciesen poco y siempre nos quedasen un poco grandes nos hacía etiquetarlos como de "mayores". Por aquel entonces yo era una acérrima defensora de las bailarinas y los botines planos. Uno de los motivos tenía que ver con que, salvo cuando mi amiga Almu me recogía para ir a clase tras cruzarse Madrid con su seiscientos, solía ir al hospital caminando. Había un buen paseo, con parque a través incluido, por lo que, lógicamente, subirme a las alturas no habría resultado en absoluto práctico.Ahora, cuando salgo en busca de un zapato cómodo, regreso con unos simplemente bonitos (y en algunas ocasiones también con un par, extra, de cómodos).

La responsable, al menos en parte, de la ruinosa revelación fue la amiga a la que va dedicado el post del día. Hasta ese curso no hizo su aparición estelar. Llamaba la atención per sé, no sólo por ser la nueva sino también gracias a su porte. Llegó con su melena corta y con flequillo (que ahora se llama bob y que le sentaba divinamente), su constante sonrisa pintada de un rojo fuerte, una chocante minifalda de leopardo que lucía con una clase que hasta entonces yo creía imposible en una prenda con ese tipo de estampado, combinada con una estilosa camiseta negra y los grandes protagonistas: unos elegantes salones de ante, muy originales, con el borde del empeine troquelado. Parecía una actriz, la doble de Zeta-Jones en concreto, y pese a ello no desentonaba en aquel ambiente, sino que simplemente destacaba entre el resto del alumnado en uniforme de jeans.

No sólo estaba motorizada sino también dispuesta a hacer de chófer al que lo necesitase. No vivía lejos de mi casa y acepté encantada su oferta (al mediodía, con la hipoglucemia, el paseo de regreso se hacía duro). Otra de mis amigas del alma también iba de pasajera y el viaje resultaba la mar de entretenido. Su vehículo habitual se podría describir con el término peculiar. El modelo no es pareciese, sino que en realidad era, un carrito de golf, blanco, sin puertas y protegido de la intemperie por una cubierta de plástico que se abría con cremalleras. En medio de los coches de estudiante de la Ciudad Universitaria quedaba la mar de propio, y con ella de conductora adquiría personalidad. En época de exámenes las tres quedábamos para ir juntas. Ella nos recogía en la puerta del VIPs y tras la pregunta obligada de qué tal lo lleváis, claramente ellas mejor que yo, la conversación derivaba hacia otros temas más mundanos, lo que contribuía a relajar ligeramente los nervios del momento.

René Gruau
Siempre ha irradiado una seguridad en sí misma envidiable. No sé si ese es el secreto del aura de glamour que la rodea independientemente de dónde se encuentre: en clase, o conduciendo aquel coche diferente, o emocionada y feliz el día de su boda, impresionante con su pelo cortísimo y su impactante vestido, de líneas limpias y sencillas, en seda salvaje y con un profundo escote triangular en la espalda. No ha cambiado desde el día que la conocí, hace ya 20 años. Ni los hijos, ni la hipoteca, ni tan siquiera la Sanidad pública han menoscabado un ápice su aire de película.

¡FELIZ CUMPLEAÑOS!

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