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Nikolai Nikolaevich Zhukov |
Como todos los chiquillos, empecé la escuela al terminar la
guardería, donde se quedó hermanísima para disfrute exclusivo de los profesores. Sólo estuve un año en la de Madrid antes de que nos marchásemos a Zaragoza. El colegio estaba próximo por lo que, en vez de en autocar escolar, me llevaba Bibi paseando y, en ocasiones, me recogía mi padre. Recuerdo que, de camino, pasábamos por un bar de recreativos en cuya puerta había una pequeña noria, de esa que funcionan con monedas, con un precioso silloncito de un llamativo color rojo. Sólo monté en ella una vez, pero me gustó tanto que, cada vez que pasábamos por delante, frenaba un poco mis pasos y me quedaba mirándola llena de ganas de repetir la experiencia, cosa que nunca sucedió. Mi estrategia resultaba peligrosa si caminaba de la mano de mi progenitor, ya que además de sin viaje, al ralentizar mi ritmo, el tirón para que espabilase me ponía en serio peligro de terminar sin brazo. Esos días apenas vislumbraba fugazmente el rojo del sillón.
En clase, mis compañeros aprendían a
leer. Después del verano previo bajo la tutela paterna, no sólo es que me supiese las letras, sino que dominaba todas las cartillas e incluso había empezado con algún libro infantil (hasta mi progenitor consideraba que aún era demasiado joven para el Quijote). Por eso me desesperaba la torpeza del resto al atascarse con las sencillas palabras. Ansiaba que la profesora me hiciera leer a mí y, de ese modo, avanzar un poco en el texto. Recuerdo los recreos. Salíamos al patio y jugábamos a hacer montoncitos de arena muy fina que filtrábamos a base de golpes por el pañuelo (entonces eran de tela). Me encantaba uno de mis pañuelos, pequeño, de algodón, estampado con muñecos en color naranja. Claro que eso no impedía que lo destrozase al llenarlo de tierra.
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J C Leyendecker |
A mediodía me quedaba al comedor escolar. Mi
abuela paterna nos había confeccionado para tal fin un babero enorme, hecho con una tela de cuadritos blancos y azules, salpicados con pequeños dibujos rosas. Más que un babero parecía un delantal: nos llegaba hasta las rodillas y tenía unos orificios por los que había que pasar los brazos. Con él puesto, ni hermanísima (que tenía otro igual) ni yo corríamos riesgo alguno de mancharnos el babi. Un día me invitaron a comer a casa de una de mis amigas del cole. Aquello representó todo un acontecimiento que me hizo sentirme importante y casi adulta. Sin contar Linares, era la primera vez que me invitaban formalmente a comer fuera de casa (o de la escuela). El menú de aquella emocionante ocasión, pensado para dos chiquillas de 4 años, consistió en un puré que, curiosamente, me supo distinto al de casa. Achaqué la diferencia no a la receta, sino a la novedad de la situación: era un plato especial para una invitada. El puré de lentejas de mi madre, y el de mi abuela paterna, en el que navegaban "barcos" de pan, con velas de miga blanca, era, por entonces, una de mis comidas favoritas. El pan se hundía según se impregnaba de la crema caliente (ayudado por la fuerza inmersora de mi cuchara). Se quedaba muy blandito y templado, pero sin llegar por ello a ponerse mojado y lamido, como les pasaba a las galletas y a las magdalenas con la leche (que me gustaban secas, sin remojar). Ni que decir tiene que, el puré "adulto", sin ese tipo de barcos, no tiene, ni de lejos, la misma gracia.
1 comentario:
¿Y por qué no le echas barquitos al puré de adulta? Me alegro de no haber ido contigo ese primer año porque así no puedes contar nada de las torturas que te hice pasar. De todas formas, tengo un artículo reservado de venganza para que me publiques en el futuro. ¡Hermanísima no siempre era la mala! Je, je, je
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