Suena el busca, es una llamada desde la urgencia. Respondo. La pobre doctora que habla al otro lado parece un poco desesperada.
- Grumpy, tengo un problema. Hay un señor que se queja de una otalgia tan intensa que ni siquiera me deja tocarle. Está muy alterado, seguramente tiene un componente psiquiátrico. ¿Te importaría verlo?
Tiemblo. Los psiquiátricos son complicados, nunca se sabe cómo razonan (si es que lo hacen).
- No te preocupes, lo intento. Di que lo suban (a veces, sólo a veces, soy así de buena).
Un rato después me avisan de que ya ha llegado. Salgo a la sala a avisarle y nadie responde. Subo el volumen de mi voz (ya de por sí nada desdeñable) y se levanta un paciente. Lo primero que hace es regañarme: "Estoy sordo, si no chilla más no la oigo". Me contengo. A pesar de su deseo creo que es mejor que no me oiga chillar.
El hombre está reacio. Antes de sentarse estudia el sillón como si escondiese alguna trampa: comprueba la firmeza de los brazos, el asiento, el respaldo y hasta el ángulo de giro. ¿Estará de veras loco? Finalmente se sienta. Suspiro entre dientes. Tengo que explorarle así que más me vale encontrar el modo de convencerle sin discutir. Empiezo por el oído bueno, lo manejo con cuidado para no hacerle daño y que gane confianza. Le explico que ahora debo hacer lo mismo con el otro lado. Me disculpo de antemano porque sé que le va a molestar, aunque también le digo que procuraré que sea lo mínimo, pero, por desgracia, no me queda más remedio que reconocerlo para diagnosticarlo. Coloco el microscopio, el otoscopio, miro y el paciente ni rechista. Lo que encuentro no me consuela: está todo inflamado y lleno de porquería que conviene limpiar. Una cosa es mirar y la otra es "operar". Afortunadamente dispongo de un arma rápida y secreta: un poco de spray de anestesia tópica. Rocío bien el oído y espero un rato a que actúe. Preparo el aspirador y le explico que va a notar muchísimo ruido. El paciente está sordo y oír lo que sea, aunque se trate de ruido, le parece buena idea. Aspiro, limpio un poco bajo la anestesia y me encuentro toda una sorpresa: nada menos que un algodón incrustado contra el tímpano. Con una pinza lo retiro y en ese momento el paciente me mira con devoción: le he quitado el dolor y le he devuelto la audición.
Le reprendo por usar bastoncillos y el hombre se deshace en agradecimientos. En la consulta de al lado, otro paciente le comenta a mi jefe: "Cualquiera le dice que no a la doctora". A partir de ahí todo es fácil y eso que aún me queda una zona difícil por limpiar, profunda y muy inflamada, pero el paciente no sólo se deja hacer sino que colabora encantado, sin cesar de alabar mi trabajo.
Cuando termino me adora de tal manera que me pide incluso una foto (como autógrafo le basta el que irá en el informe). Solicita permiso para llamar a su mujer y me pasa el teléfono para que hable con ella y le cuente lo que tenía. Cuando le devuelvo el móvil, es su esposa la que le echa la bronca. El hombre está tan feliz que no le importa. Me esfuerzo por contener la risa. Eso sí, creo que a partir de ahora en ese matrimonio no discutirán nunca más sobre si es bueno o malo eso de hurgarse el oído.
4 comentarios:
Buenos días!.¡Que complicado trabajar con el público! ¡Ojalá fueras mi dentista! Un abrazo.
¡Qué bien que fuera la cosa así! Me imagino el dolor que tendría el pobre y lo a gusto que se quedó. Pero para que no se le cuele a una un algodón en el oído, ¿con qué puede una limpiárselo?.
Q buena historia para empezar el día. Besos
Buena faena. Te dejaron, sin aliñar, un “Pablo Romero” en la plaza.
Mi abuelita Carmen me decía que lo único que me podía meter en los oídos, era el codo.
Un beso, JMD.
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