miércoles, 27 de junio de 2012

La conquista de las moreras

Las moreras de la Granja eran inaccesibles, ni siquiera en equilibrio precario sobre la barra del larguero de los columpios, que se encontraban justo debajo, conseguíamos rozar sus ramas. Solamente al columpiarnos hasta que temblaban las cadenas de las que colgaban los asientos, y estirándonos hasta casi caernos de estos, conseguíamos arañar con los pies las puntas de las hojas de los extremos de las ramas más bajas. Las moras que caían al suelo, de color blanco y sabor dulce, eran exquisitas, motivo por el que todas las primas deseábamos trepar por el tronco hasta alcanzarlas y evitar así el tener que consumirlas del suelo, sucias y, como poco, algo aplastadas. Conquistar aquellos árboles le habría grajeado al autor de la proeza la admiración del resto de la primada. Sin embargo, su tronco recto, su gruesa corteza, rasposa y sin nudos, y su elevada altura les conferían un carácter aún más inexpugnable que la cumbre del mismísimo Everest, al menos sin un buen equipo de escalada. No obstante, la tentación del reto era demasiado fuerte como para dejarlo pasar y, de vez en cuando, preparábamos un plan de ataque. Todos fallidos.

Las moreras habrían permanecido en su estado virgen de no haber sido por Sole y Pal. Ambas, unidas en un temible equipo, consiguieron vencerlas en una única ocasión, que no se publicitó ni se repitió por motivos que desvelo a continuación. Para llevar a cabo la hazaña se hicieron con unas puntas largas (y oxidadas) que encontraron entre el viejo material de reparación de los gallineros. Se agenciaron un martillo y se dedicaron a clavar las puntas en el tronco de uno de los árboles, a modo de escalera. Pal, que siempre ha sido ágil, menuda y ligera, fue la encargada de subir a recoger los ansiados frutos. El problema es que, según ascendía por aquella improvisada escala y añadía escalones a la misma, los previos cedían bajo su peso, doblándose casi por completo con el impulso entre uno y otro. Sole, desde abajo, era testigo del problema pero le apetecían las moras limpias y enteras, y se calló, total la otra ya andaba a medio camino ¿qué más daba que tirase para arriba o para abajo? Pal llegó a las primeras ramas, y avanzó por ellas hasta hacerse con el ansiado fruto, que encestaba en una bolsa que controlaba su compinche desde abajo. Cuando ya disponían de un buen alijo, llegó el momento de bajar. Ahí, la trepadora se dio cuenta del problema al que se enfrentaba: el árbol era muy alto y, por mucho ángel que tuviese, carecía de alas. Sole, con toda la confianza del mundo, la animaba desde el suelo: "lánzate que yo te cojo". Pese a la seguridad que transmitía su voz, la otra valoraba el panorama desde su elevada posición y no estaba dispuesta a dejarse caer encima de su prima, fuerte, sí, pero de sólo 8 años. Los dos años escasos de diferencia entre ambas le proporcionaban a la "adulta" la madurez suficiente como para darse cuenta del riesgo. Sole buscó una solución. Se subió a la barra de los columpios y le dijo a Paloma que avanzase por la rama. Ni siquiera así consiguió la pájara acercarse lo suficiente. En vista de que no le quedaba otra opción, Sole fue al granero a buscar la escalera de hierro de mi abuelo, para descubrir, no sin desmayo, que no era capaz de cargar con ella. Finalmente, decidió arrostrar las consecuencias, y el inevitable castigo, y recurrir a su padre. Cuando mi tío respondió a la llamada, inicialmente vio tan sólo a su hija y le preguntó cual era el problema. Paloma, haciendo honor a su nombre, le saludó desde una de las ramas:

"¡Hola tito, estoy aquí!".
Mi pobre tío levantó la cabeza, y pese a estar habituado a hacer frente a todo tipo de ocurrencias infantiles, no pudo evitar dar un respingo.
"¿Qué haces ahí subida?"- preguntó.
"Coger moras"- le respondió su sobrina con una lógica incuestionable.
"¡Baja ahora mismo!"- le ordenó.
"No puedo, se han doblado las puntas"- pió la otra desde la rama. - "¡Estoy atrapada! ¡Ayúdame!".

Sin esperar más explicaciones y llamándolas idiotas hasta en arameo, varias veces seguidas, mi tío agarró la pesada escalera del granero y la apoyó en el tronco para que la chiquilla pudiese, por fin, descender por ella.

El susto del incidente no se consideró suficiente escarmiento y las dos niñas pagaron su expedición con varias semanas de castigo. Después de aquella aventura se explica el que ningún otro primo intentase copiar la heroica hazaña.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que recuerdos me trae esta anécdota....Lo cierto es que una persona más conseguía subirse a las moreras, y no solo una vez, sino varas:
mi amigo Loren, del cole, que bajaba muchas tardes a jugar con nosotros y era aún más trasto que yo...
Son innumerables las aventuras que corrimos Pal y yo, pero no solo con ella (bajaba casi todos los días a jugar, era más fácil para nosotras
y nuestra desbordada imaginación planear diabluras), también con otros primos más o menos de nuestra edad. Recuerdo aquella vez que 'nos
escapamos' con una botella de agua y una tableta de chocolate y llegamos hasta un 'pueblo' lleno de árboles que resulto ser el cementerio...
Esta claro que tardamos muy poco en volver (no creo que se dieran cuenta de que habíamos salido de la granja) ya que nos entro el hambre
y se nos olvidó por qué nos habíamos ido de aventura....
Espero poder leer algunas anécdotas más...me encantan (a m hija le pasaba igual, y me interrogaba durante horas para que le contara nuestras
aventuras infantiles....). De Sole