Son las horas que avanzan sobre el reloj de arena de la playa las que marcan el tiempo en que se consume el sol. Al llegar el final del día, las sombras se estiran y tiran del astro, ya sin fuerzas, y lo arrastran hacia ellas. El sol baja lentamente hasta apoyarse en la tierra. El mar lo recoge para dar paso a la noche.
Lo contemplo en su descenso y al llegar al horizonte lo pierdo en la espesa niebla, entre la cortina gris de lluvia de una lejana tormenta. Rayos de nubes y viento refulgen en el ocaso. Turquesas, aciano y fuego aparecen en el cielo cuando el mismísimo Zeus abre sus brazos de trueno y se inclina con tal furia que paraliza el océano. No me atrevo a respirar y tampoco soy capaz de retirar mi mirada de su rostro. Su inmensidad me intimida, me retraigo y durante un instante me fundo con el paisaje. La brisa me atraviesa, mi corazón parado late y exhalo de nuevo el aire.
El sol mortecino se oculta en silencio. Del disco de fuego de la tarde queda sólo la penumbra de la luz al apagarse. Surge la noche y su capa se cierra sobre el mar en calma. La oscuridad sin luna cubre el cielo y las tinieblas sin estrellas tiñen el océano. La marea se retira y el agua negra se hunde en un profundo abismo lleno de secretos.
1 comentario:
Un cuento mágico que quiero leer más veces para saborear el fuerte sabor del espectáculo más hermoso del día.
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