jueves, 9 de mayo de 2013

Novios de infancia

Hermanísima era rubísima, monísima, sociable en grado superlativo e increíblemente presumida. Le encantaba acicalarse, decía que de mayor iba a tener un armario "de aquí a China" y que no se bajaría de los 10 cm de altura de sus tacones. Fue bautizada por su profesora como Antoñita la Fantástica. Por descontado siempre formaba parte de la sal de todas las salsas y nunca se conformaba con pasar desapercibida. Empezó a tener novios en el parvulario y con frecuencia se convertía, además, en la mejor amiga de las hermanas de sus pretendientes (o viceversa, pero aquí la propiedad conmutativa del orden de los factores se cumplía matemáticamente). Mis mejores amigas carecían de hermanos aunque no creo que el caso contrario hubiese supuesto ningún cambio en mi estado civil. Seguramente habrían terminado por hacerse novios de hermanísima.

El punto de vista masculino en este tipo de relaciones no lo descubrí por tanto de la mano de una pareja sino que lo aportó mi hermano. A falta de una, tuvo dos novias en preescolar, al parecer la tendencia del varón a la poligamia se manifiesta ya desde la infancia y es la sociedad la que la pule, con distinto grado de  éxito en función de la cultura implicada (en algunas, ni siquiera lo intentan). La estrategia de conquista basada en agasajar a la pretendida también debe de formar parte de los genes y mi hermano formalizaba su cortejo con la ayuda de nuestras "barriguitas", muñecas que, por su reducido tamaño, eran fáciles de esconder y que, tras el fraternal acto de hurto, se convirtieron en la muestra de cariño que mi hermano ofreció a sus dos cortejadas.

Hermanita llegó a mis 10 años. Tan rubia y sociable como hermanísima, hizo además gala de una seguridad aplastante en sí misma desde su más tierna infancia. Por supuesto, barrió en cuanto llegó al colegio. Su Romeo fue un pobre chiquillo de su curso al que rompió el corazón ya que, para su gran desconsuelo, no fue correspondido. Con cuatro años, hermanita le explicó telefónicamente, primero a él y después a su desesperada mamá, que era demasiado joven para tener novio. A esa edad tuvo su primera propuesta de matrimonio que, evidentemente, rechazó.

Hasta en ese aspecto me tocó ser la "rarita" de la familia. Todo ese irresistible atractivo del que gozaban mis hermanos se equilibraba con la ausencia del mío. Tanto éxito en un lado de la balanza precisaba de un fracaso detrás de otro para compensarla. He de agradecerle a mi amor a la lectura, y por supuesto a mi imaginación, el que apenas me afectase el hecho de estar sola en uno de los platillos. Me acompañaban los héroes de los libros que me resultaban infinitamente más interesantes que los reales. Mi relación con ellos me resultaba muchísimo más satisfactoria que mis ridículas fantasías con chavales de carne y hueso. Si me atraía alguno, siempre era una atracción unilateral. Para colmo estaba pez en materia de teatro, y aunque podía leer página tras página y visualizar cada escena en mi mente, no sabía, y no sé, disimular ni tampoco interpretar gestos ajenos (lo que es una combinación gloriosa). A los 9 años descubrí casualmente, por supuesto en un libro, que mis enamoramientos idealizados se conocían como amor platónico. Intrigada, investigué el significado de "platónico" con la esperanza de que, al disponer de más datos, manejase mejor mi romanticismo. Busqué en el diccionario y de ahí me dirigí a la enciclopedia. No llegué a comprender la filosofía de Platón, ni qué tenía que ver ésta con el amor y, en ese ignorante estado, llegué a la adolescencia. Con mi falta de preparación previa, las hormonas, el pavo y el acné, mi vida sentimental empeoró aún más, si cabe.

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