lunes, 13 de mayo de 2013

Margaritas y canteras

Las margaritas son las flores favoritas de la Señora. Es posible que si la granja hubiese estado cuajada de rosales, las escogidas hubiesen sido las rosas. Empero, aunque en el chalet de mis abuelos paternos las rosas florecían por doquier, en la granja sólo había unos cuantos rosales en el camino que conducía a los establos. Eran arbustos pequeños, que se veían casi eclipsados por la exuberante vegetación que los rodeaba.

Al llegar la primavera, las densas matas de margaritas inundaban con sus enormes flores blancas casi todos los rincones de la granja. El paisaje se convertía en un auténtico espectáculo al que también contribuían el rojo de las praderas de amapolas y el amarillo de los jaramagos. Buscar un atajo campo a través suponía enfrentarse a una auténtica jungla de florida maleza (y también de campos de avena) que se oponían tercamente a ser pisados. Nos veíamos obligados a seguir los senderos trazados entre los olivos, aunque si lo que pretendíamos era acceder al lago Titicaca debíamos sacar el machete, o cubrirnos de arañazos, para superar los últimos metros. Eso nunca nos arredró. En aquella época la charca estaba en todo su apogeo y no era cuestión de perdérsela por un poco de vegetación.

Otra de nuestras excursiones habituales nos llevaba hasta la vieja cantera abandonada. Ese camino también discurría a través de los olivares. Una vez en la cantera investigábamos cada uno de sus recovecos, con más empeño en alcanzar lo inalcanzable que en mantener nuestra integridad física. El porqué ninguno se despeñó entre sus rocas sólo se explica por el gran entrenamiento al que habíamos sometido nuestro sentido del equilibrio sobre los tejados de los gallineros. Removíamos cada una de las piedras como si aún se pudiese encontrar algo valioso debajo de ellas. Una vez agotadas las fuerzas, emprendíamos el regreso con los brazos llenos de flores silvestres y con la ropa tiznada de polvo y de los jugos indelebles de los tallos. Al contrario de que lo que le sucedía a las prendas, ya de por sí bastante usadas, nuestro expolio no afectaba en absoluto la lozanía de aquellas matas, sino todo lo contrario. Tras nuestra poda las plantas explotaban aún con mas ímpetu hasta que el verde se convertía en la parte que salpicaba las flores. A pesar de haber pasado varias horas alejados de ellos, los mayores no parecían deleitarse al vernos aparecer de nuevo, ni tampoco apreciaban en demasía nuestra hermosa ofrenda floral.

3 comentarios:

Señora dijo...

(En tu texto hay un "espoleo" por "expolio" que debes cambiar)


Para dar una explicación a ese tono triste con que terminas la entrada te diré que aquellas margaritas que cortabais duraban muy poco en la casa y las disfrutábamos más en la mata, pero no es que no nos gustara vuestro detalle.
Cuando con el paso del tiempo nos fuimos al centro de Linares y ya por desgracia no estaba el abuelo, al llegar este tiempo las flores que acompañaban su fotografía eran siempre margaritas, con alguna que otra rosa de allí de la granja, pero siempre con abundancia de margaritas.

Elvis dijo...

A los 9 años traté de explicar en mi colegio que yo iba a menudo al lago titicaca y que estaba en Linares. La prefosora me miraba como si estuviera loca o tuviera demasiadas fantasías....

Carmen dijo...

Seguramente no te acuerdas pero los tallos de las margaritas estaban llenos de bichitos negros y pulgoncillos que en la mata apenas si se veían pero que en la casa se caían a la mesa y lo llenaban todo ¡Son las desventajas de no traerlas de Holanda! A mi gatillo también le encantan las margaritas, ya no puedo traerlas a casa porque se las come y se pone malito ¡Es un melón!
Por cierto: ¡Feliz día a los que pueden disfrutar de San Isidro!